Con las lluvias llegan las goteras a las viejas casas de techos de tejas o láminas del Centro y de los barrios más antiguos de la ciudad. Llegan siempre antes de tiempo, mucho antes de que el “tapa goteras” haya logrado treparse a las alturas a enmasillar con chapopote negro los agujeros o a cambiar las tejas rotas por donde han caminado todos los gatos del vecindario.
Las primeras lluvias de mayo pasan inadvertidas dentro de las casas. Una pequeña salpicadita aquí y otra allá, nada grave, nada que un trapeador diligente no pueda solucionar rápidamente y, total, la gotera ni se siente. “Fue una pasadita de nube”, dice la gente, tan solo un preámbulo a la temporada de lluvias.
Pero cuando se instala el invierno, cabal a finales de mayo y ahora, a finales de junio, las viejas casas de artesonados apolillados, con techos de madera, machihembre o cielo raso, comienzan a llorar en un desconsolador goteo, convirtiendo los techos de salas, cocinas, dormitorios y pasillos en enormes regaderas de latón.
Entonces una voz campante ordena que del último cuarto de la casa, del armario más olvidado y de la estantería más alta del baño, salgan a librar la batalla de las goteras todos los baldes y cubetas que puedan existir en el planeta Tierra. Aparece entonces la bañerita de plástico amarilla que usó la nena cuando aún no daba sus primeros pasitos por la vida. El balde de la abuela para el remojo de las sábanas blancas acompañado con hojas de azulillo. El de color naranja, más hondo y panzón, en donde se sazonaban las verduras del fiambre, y hasta las palanganas de peltre desportillado que usaban en la otra casa, además de la olla grandota del agua de canela y hasta la bacinica blanca con orillita azul, que usaba el abuelo para no tener que ir de noche “allá adentro”, cuando sólo había un baño en la casa,
Más tarde, cuando los aires de noviembre limpien los cielos de nubes y los barriletes adornen las alturas, las goteras que nos agobiaban el alma durante el invierno, llevándonos al desconsuelo y desazón, revelándonos el paso del tiempo y el deterioro, habrán desaparecido por arte de magia y, entonces, la vida continuará su curso feliz y contenta, porque en la época seca y de cielos azules y despejados, no nos recordamos de aguaceros, temporales y ciclones que nos agobiaron el alma, porque “por aquí no ha pasado nada”, decimos optimistas, “más que unas molestas gotitas de agua”.
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