La teoría de la relatividad que el genial científico judío-alemán Albert Einstein formuló hace un siglo forjó una nueva y revolucionaria imagen del universo físico que los hombres habían tenido hasta ese momento, dada por las leyes de la gravitación universal descubiertas por Newton a finales del siglo XVII. Una imagen sujeta a la realidad más esencial de ese universo, que ha servido no solo de base o premisa para todas las investigaciones sobre el mismo que los científicos han llevado desde entonces, sino también para que todos comprendamos mejor sus rasgos fundamentales.
Esta teoría tiene dos enunciados fundamentales. El primero que toda masa o materia es energía concentrada que cuando se pone en movimiento con velocidades cercanas a las de la luz, es decir a 300.000 kilómetros por segundo, se convierte en energía; así una pequeña masa de materia cuando se encuentra en esta condición libera una gran cantidad de energía. Fenómeno que resumió en su célebre formula de E=mc2. Esta fórmula revolucionaria se convirtió al poco tiempo en el sustento o punto de partida de la labor de algunos científicos que se propusieron lograr la fisión o la división de los átomos de la materia, en especial del uranio, para provocar la liberación de una gran cantidad de energía. Y cuando lo lograron forjaron la condición necesaria para que los más poderosos Estados del mundo, comenzando por el norteamericano, tomaran la decisión de fabricar las bombas atómicas, las mayores armas de destrucción masiva que los seres humanos han creado en su historia. Bombas que demostraron en la realidad con creces su inmenso poder destructivo, cuando el presidente norteamericano Harry Truman ordenó, en agosto de 1945, lanzarlas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki provocando no solo la destrucción de miles de edificios, casas, fábricas, puentes, etc. sino también la muerte de al menos 75.000 civiles y graves lesiones corporales, enfermedades cancerígenas, etc. a cientos de miles más. Con el argumento, o mejor, el pretexto de poner fin a la guerra con Japón, el gobierno norteamericano no solo le demostró al mundo el poder destructivo de estas armas que en ese momento poseían en exclusiva –convirtiéndose así en la principal potencia militar del planeta-, sino que cometió un inmenso acto de barbarie, uno de los mayores de la historia de las guerras que los hombres han librado entre sí.
Einstein que, además de ser un gran científico, fue un gran humanista amante de la paz se opuso en la década de los 30 a los planes del gobierno norteamericano de Franklin Roosevelt de fabricar las bombas atómicas, precisamente por su gran potencial destructivo. En una carta que le dirigió en 1939 le dijo que “una bomba de este tipo, almacenada en un barco y detonada en un puerto podría perfectamente destruir el puerto entero y parte del territorio que lo rodea”. Y unos meses antes de morir en 1955, se integró al comité internacional creado por el gran matemático y filósofo inglés Bertrand Russel con el propósito de luchar para limitar la fabricación y el uso de estas armas. Seguramente, cuando Einstein formuló la ecuación científica entre materia y energía nunca se imaginó que fuera algún día empleada para fabricar estas bombas atómicas por orden del poder político norteamericano y posteriormente de la Unión Soviética y otros países ricos y poderosos del mundo. Hecho que puso de relieve una vez más –en esta ocasión con un sentido trágico- que los hombres que crean o forjan grandes obras no saben o no pueden prever todas las consecuencias que se desprenden de las mismas; y en caso de que las conozcan, se les escapan de su control y poder.
El segundo enunciado revolucionario de la teoría de la relatividad es que el trayecto de movimiento de la luz en el espacio no describe una línea recta sino curva debido a la acción gravitacional de los cuerpos físicos que la rodean. Fenómeno que confirmó la validez de las proposiciones de la geometría no euclidiana formuladas por el matemático alemán Bernhard Riemann, a mediados del siglo XIX. Enunciado además que establece que, si suponemos o imaginamos la existencia de un cuerpo físico, el cuerpo de un ser humano, por ejemplo, que se mueva a la velocidad de la luz ocurrirá un hecho extraordinario que nuestras percepciones naturales no nos permiten constatar: que el tiempo de existencia de ese cuerpo se prolongará, o lo que es lo mismo, que el tiempo en él transcurrirá más lentamente que el de un cuerpo semejante que no se mueva a esa velocidad. De tal manera que si ese cuerpo material se moviera de modo constante e invariable a esa velocidad su existencia progresivamente se alargaría en el tiempo hasta hacerse infinita y “eterna”, es decir, sería una existencia que terminaría por existir libre o por fuera del tiempo mismo. Aunque esta es una mera suposición o experimento imaginario que empleó el propio Einstein para explicar mejor su teoría, porque toda masa corporal se convierte o desintegra en energía al moverse a la velocidad de la luz, como la misma ecuación E=mc2 lo indica.
Pero, además, si continuamos con este experimento imaginario, este sería un cuerpo que terminaría estando u ocupando como la luz, simultáneamente, todos los puntos de un inmenso espacio físico. De ahí que en este caso límite el movimiento de ese cuerpo sería su negación contraria, es decir, sería un cuerpo que se encontraría en reposo o quietud absoluta. El filósofo y teólogo alemán del siglo XV Nicolás de Cusa –El cusano- en su libro La docta ignorancia sostuvo que llevadas al límite las figuras opuestas de la geometría, coinciden; así el polígono se confunde con el círculo que la encierra y una línea recta se torna semejante a una curva. La teoría de la relatividad ha mostrado hoy la validez de esta intuición filosófica en el terreno de la realidad física del universo. al mostrarnos que dos propiedades o estados opuestos de los cuerpos materiales, en este caso el movimiento y el reposo, se funden en uno cuando esos cuerpos son llevados a existir en el límite absoluto de sus posibilidades reales.
Y por su parte, la teoría de la Bing-Bang, de la explosión original, que hoy es aceptada por la comunidad científica como la más plausible y válida para describir y explicar el origen del universo, se basa también en este enunciado básico de la teoría de la relatividad. La diminuta masa-partícula de energía que explotó alguna vez hace millones y millones de años dando lugar a la formación de los cuerpos materiales que no cesan de expandirse, corresponde o es plenamente coherente con esta situación límite absoluta que Einstein describió “imaginariamente” con su teoría. En los instantes previos a esa explosión imperaba “el reino absoluto de la nada”, es decir, no existía ningún cuerpo material que ocupara un determinado espacio y cuya existencia transcurriera en un determinado tiempo; al no existir cuerpos materiales no pueden existir el espacio y el tiempo que solo se constituyen cuando estos cuerpos se forman y existen.
Esto significa que la teoría de la relatividad es la teoría científica moderna del universo físico que le permite a los hombres pensar la forma en que Dios podría existir, la de ese ser existente por fuera del tiempo y en permanente reposo/ movimiento que está por encima de ese universo físico-natural, como el ser que se mueve de modo constante e indefinido a la velocidad de la luz. Hecho que los hombres creyentes desde siempre han captado de modo intuitivo, al atribuirle a Dios la propiedad de la luz. Kant sostuvo con razón que la idea de Dios que brota de la actividad razón pura es un noúmeno o cosa en sí que los hombres pueden pensar, pero que no se puede conocer científicamente; es decir, las ciencias no pueden probar su existencia, pero tampoco la pueden refutar. La teoría de la relatividad, que es un nuevo y trascendental conocimiento científico de la naturaleza física del universo, ha dado entonces a los hombres actuales la posibilidad de pensar o imaginar de nuevo, de otra manera, la idea de Dios como “la energía y luz del universo”. Constituyéndose así, como la forma de la “naturaleza naturante” que causa o produce, o mejor, que subyace, a toda la infinidad de modos de ser de la naturaleza, la “naturaleza naturada”, tal como lo concibió y expuso Spinoza hace cuatro siglos.
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