La presencia del aura en la poesía y el arte

Para Baudelaire, la razón principal de la pérdida de la aureola que sufren los artistas, y en especial los poetas, no es la decisión que han tomado de dejar de presentar a Dios en sus obras, sino una diferente: la aparición de las grandes ciudades, habitadas y transitadas por grandes muchedumbres humanas anónimas e indiferenciadas.

Camilo García Giraldo

julio 28, 2024 - Actualizado julio 27, 2024

En el pasado, en las sociedades tradicionales, los poetas y los artistas siempre estuvieron recubiertos de un aura, de una especie de halo o aire invisible o de una aureola, de un resplandor luminoso, que indica la presencia de un espíritu sagrado o divino. Y siempre lo habían tenido porque los poetas y los artistas son seres únicos y excepcionales que tienen la capacidad o el poder de crear con palabras, sonidos e imágenes algo que antes no existía en la realidad y que además conmueve el alma de todos los que toman contacto con él. Esta capacidad especial los aleja o separa de los demás seres humanos, del común de los hombres, y en cambio, los acerca a los dioses, o mejor, a la imagen que se tiene de ellos; al igual que los dioses, los poetas y artistas son seres creadores de un mundo o de algo de ese mundo. De ahí que la presencia del aura alrededor de sí mismos y de sus obras les asegura la eternidad o, por lo menos, la inmortalidad de la que gozan los dioses. Siempre que aparezca y esté presente sus nombres y sus obras permanecerán vivas a lo largo del tiempo, escaparan a su fuerza destructiva.

Pero, además, los poetas y artistas tradicionales tenían esa aura o aureola que los recubría debido a que muchas de sus obras hablan y alababan a Dios o representaban en imágenes pictóricas y escultóricas a figuras o símbolos religiosas que servían para adornar y decorar los sitios de culto, con las que los creyentes pretendían acercarlos a esos lugares, hacer que se tornaran vivos y reales en ellos para que los habitaran como si fueran su propia casa. Y estas figuras religiosas que representaban en sus obras proyectaban entonces, sobre ellos, el aura o aureola sagrada que rodea su existencia trascendente y divina. Al hacerlo así, los poetas, los artistas y sus obras adquirieron, por los menos en parte, ese carácter sagrado que tienen de por sí Dios y las demás criaturas religiosas.  

Sin embargo, con el advenimiento de los tiempos modernos, los artistas y poetas dejaron de representar o de escribir sobre Dios y su universo religioso; Dios dejó de ser el motivo o el centro de atención de sus obras para sustituirlo por los propios seres humanos o por los seres y objetos de la naturaleza. Con este acto contribuyeron no solo a forjar lo que Nietzsche llamó su muerte, sino a hacer desaparecer de su cabeza esa aureola invisible que antes los había siempre acompañado como testimonio de su presencia en las obras que crearon.  

Hecho esencial y significativo que Charles Baudelaire constató bien en su ensayo La pérdida de una aureola que hace parte del último libro que escribió en prosa poética El spleen de París. Pero para él, la razón principal de la pérdida de la aureola que sufren los artistas, y en especial los poetas, no es la decisión que han tomado de dejar de presentar a Dios en sus obras, sino una diferente: la aparición de las grandes ciudades habitadas y transitadas por grandes muchedumbres humanas anónimas e indiferenciadas, como ocurrió con París a mediados del siglo XIX, renovada con la construcción de grandes bulevares por el barón de Haussmann. Este hecho es un factor poderoso que absorbe a los poetas y creadores hasta el punto de igualarlos con todos los demás seres humanos comunes y corrientes, con esa masa anónima que ha irrumpido con gran fuerza en los espacios abiertos de las grandes ciudades. Y al ocurrir, estos pierden inexorablemente esa aureola que antes cubrían sus cabezas indicando la individualidad única de sus existencias, que les daba y proyectaba la obra única y original que habían creado.

En este ensayo, Baudelaire nos relata un diálogo que sostiene un hombre “común y corriente” y un poeta que se encuentran en un lugar un tanto sórdido, tal vez un burdel de los bajos fondos de París. El hombre común y corriente le dice al poeta:

-¡Cómo! ¿Usted aquí, amigo mío? ¿Usted que se alimenta de ambrosías y bebe quintaesencias? ¡Estoy asombrado!

El poeta le responde dándole la siguiente explicación muy elocuente y significativa:

-Amigo mío: usted sabe cuánto me aterrorizan los caballos y los vehículos. Pues hace un momento cuando cruzaba el bulevar corriendo, chapoteando en el barro, en medio de caos en movimiento, con la muerte galopando hacía mi por todos lados, hice un movimiento brusco y mi aureola se me escurrió de la cabeza, cayendo al fango del macadam. Estaba demasiado asustado para recogerla. Pensé que era menos desagradable perder mi insignia que conseguir que me rompiera los huesos. Además, me dije no hay mal que por bien no venga. Ahora puedo ir de un lado a otro de incógnito, cometer bajezas, entregarme al desenfreno, al igual que los simples mortales. ¡De modo que aquí estoy, como usted me ve, al igual que usted!

Walter Benjamin, siguiendo los pasos de Baudelaire, sostuvo en su famoso ensayo La obra de arte en la época de la reproducción técnica que no solo los artistas modernos, sino también sus obras estaban sufriendo esta pérdida, están expuestos a perder el aura que las rodea pero por una razón diferente que, sin embargo, el propio Baudelaire ya también había insinuado en su escrito sobre la fotografía: la de la presencia extensa de medios tecnológicos modernos que permiten la reproducción al infinito de muchas obras de arte, especialmente pictóricas. Cuando esto ocurre, el aura del artista y de su obra desaparece perdida en esas reproducciones, en esas copias que no son el original, en el que yace la presencia viva y real del espíritu del artista que lo creó.  

Sin embargo, esta concepción expuesta por Baudelaire y Benjamin no es del todo acertada. La verdaderas y auténticas obras poéticas y artísticas modernas no han perdido su aura como lo sostienen; a lo sumo se ha desvanecido un poco, debido a que ya no se ocupan de cantar poéticamente a los seres y figuras sagradas-religiosas o de representarlos en imágenes; y corren también el riesgo de perderla si sus obras únicas y originales se pierden en el vasto océano de sus reproducciones. Pero mientras subsista la obra única y original este riesgo desaparece, o por lo menos, se disminuye notablemente. Siempre, en todo tiempo y lugar, que un poeta o un artista creé una obra auténticamente valiosa, una obra en que se exprese de manera sincera su espíritu, aparece siempre a su alrededor un aura o aureola que revela y confirma ese valor, y que, además, también la protege manteniéndola lejos de las manos de los que la contemplan o leen para que no la dañen o deterioren. Pues el aura que rodea una obra de arte verdadera que no vemos, que nos resulta invisible, la sentimos en nuestro interior con gran fuerza cuando tomamos contacto sensible con ella; y al sentirla sentimos el poderoso impulso de no acercarnos a ella, de no tocarla con nuestras manos, para que se preserve siempre viva y asegurarle la eternidad que pretender ser y tener.

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