Ilustración: Amílcar Rodas/eP Investiga
¿Qué tanto reflejan al país las películas hechas en Guatemala?, ¿Qué le han dicho estas cintas al mundo acerca de los guatemaltecos ?, ¿Cómo estos filmes han contribuido a preservar o construir estereotipos? Estas y otras preguntas encuentran parte de sus respuestas en el libro Imaginar la Suiza Tropical, El papel del cine guatemalteco en el imaginario social del siglo XX (1949-1986), del investigador e historiador Edgar Barillas.
El autor, quien es miembro fundador de la Asociación Guatemalteca del Audiovisual y la Cinematografía y de la Asociación por la Memoria Audiovisual de Guatemala, señala: “No sé si es un libro sobre historia del cine o sobre el cine en la historia, porque las reflexiones van encaminadas a entender Guatemala”.
Durante varios años, Barillas ha abordado el estudio de películas específicas y analizando temas como los pueblos indígenas en las cintas producidas en el país, la arqueología en el cine o la Antigua Guatemala en las producciones cinematográficas. Estos estudios, ensayos y análisis escritos en al menos 40 artículos, despertaron en él la inquietud de hacer una publicación mucho más profunda. De ahí surgió este libro en el que lleva de la mano al lector no solo por la historia de la cinematografía nacional, sino por los contextos de las filmaciones y las repercusiones que los filmes tuvieron tanto a nivel nacional como internacional.
Sergio Valdés Pedroni, quien fue el encargado de prologar esta obra, anota: “Además de un minucioso trabajo de recuento historiográfico de títulos y autores, Imaginar la Suiza Tropical supone un trabajo de catalogación y análisis del lugar social de las películas guatemaltecas entre 1949 y 1986, y de qué manera sus relatos, sus actores y actrices y sus valores morales se inscribieron en el imaginario popular”.
Al momento de elaborar el libro, Barillas se dio cuenta de que el trabajo era amplio, así que decidió dividir su investigación y análisis en dos partes. El primero es un catálogo de películas que incluye fichas técnicas, desarrollo del argumento y reflexiones acerca de sus contextos. Además, de un recorrido por los principales hechos que marcaron la historia de la llegada del cine a Guatemala, las primeras producciones audiovisuales en el país y los espacios de proyección.
Para la segunda parte, que Barillas calcula publicar en 2025, reserva una aproximación a las temáticas a las que lleva el cine. “Quiero profundizar más en los imaginarios, como el del progreso y el de la guatemalidad, en torno a símbolos como la marimba o íconos arquitectónicos como los templos, los centros cívicos o urbanísticos, que tienden a repetirse”, detalla.
Entre las características que Barillas destaca es que, en los años analizados, el cine fue “bastante complaciente, evadía los temas sociales”. “Aquí le damos la espalda al nuevo cine latinoamericano, que entre los años 60 y 70 quiso hacer producciones alejadas de Hollywood, que se parecieran más a nuestras sociedades y no depender de grandes estudios”, recalca. Barillas indica que, contrario a esta corriente, el cine guatemalteco tocó temas bastante tradicionales y la forma de encarar las narrativas también fueron convencionales. “Siempre intentando imitar, con los escasos recursos que aquí se tienen, las industrias del cine de otros países”, explica.
El autor indica que la cinematografía guatemalteca comenzó a cambiar su temática a partir de El silencio de Neto (1994). Enfatiza que en esa cinta ya se tocan los temas políticos, se miran los problemas de la juventud y los personajes indígenas ya tienen un espacio de expresión. “En las otras películas, los indígenas no hablaban. En la mayor parte, ni aparecen. Como si fuéramos una sociedad homogénea aquí en Guatemala”, matiza. Comenta que en ese tiempo los cineastas no se atrevían a transgredir las normas.
La “idílica” Guatemala
Desde el inicio del libro, Barillas deja claro el porqué de su título. “Para los editores de un libro de promoción turística publicado en 1932, Guatemala, que había sido flor y nata de una civilización antigua, provincia de España, porción territorial del Imperio Mexicano y de las Provincias Unidas de Centroamérica, todavía se concebía como la Suiza Tropical”, anota el autor.
Refiere que estos autores, a los que él nombra “pioneros de la moderna profesión de promotores turísticos”, no fueron los primeros en difundir esa visión del país. “Más de medio siglo atrás, la viajera británica Caroline Salvin hablaba de un país bello, donde “el sol siempre brilla y la luz de la luna es tan clara que se puede leer la letra más pequeñita con ella; hay bellos relámpagos en las noches, las luciérnagas parecen chispas salidas de una chimenea, bandadas de pericos pasan gritando por las tardes, cuando regresan rápidamente a sus nidos”.
Las descripciones del país, tanto en escritos oficiales como en quienes buscaban la promoción turística se enfocan en “la eterna primavera” y en las posibilidades de productividad. A los pobladores se les ve como un elemento pintoresco, cuando no se les ignora, y como anota Barillas, “la descripción de los poblados indígenas es de un racismo rampante y presenta una folklorización del indígena que sigue vigente hasta la actualidad”.
Como ejemplo, cita una guía editada durante la administración de Jorge Ubico por el Comité Nacional de Turismo, que describe: “Visite las pintorescas aldeas indígenas, con sus moradores luciendo trajes autóctonos de vivos colores… quienes venden vasijas de barro como las moldeaban sus antepasados mayas, telas de algodón, lana y seda fabricadas en sus telares primitivos…”. Al final, dicho folleto lanza una invitación que a ojos de Barillas es patética: “Turistas, príncipes del comercio, venid a Guatemala, y quedareis encantados de esta Tierra de Sol, de flores tropicales de sutil perfume y de sus habitantes que os ofrecerán una hospitalidad franca y sincera”.
Al recorrer las primeras décadas del siglo XX, Barillas va descubriendo otros ejemplos en los que al discurso racista de menosprecio se suman ya algunas consignas políticas, sobre todo, de corte anticomunista.
Ya en las palabras preliminares del libro, el autor señala: “Concebir a Guatemala como la Suiza Tropical es un artificio equivalente a La tierra del Nunca Jamás, Camelot, Arcadia, Shangri-la, El Dorado o el Edén. Como todo producto del pensamiento hegemónico, enamora tanto a dominados como a dominadores”. Precisamente sobre esos convencionalismos comienzan a surgir los primeros proyectos audiovisuales.
Tempranos inicios
Antes de 1949, en el país se habían producido cortometrajes, películas silentes y noticieros gubernamentales, porque a Guatemala, como bien lo expresa Barillas, el cinematógrafo llegó pocos meses después de la primera proyección que hicieron los hermanos Louis y Auguste Lumière, en Francia. Todas esas producciones previas, que se realizaron entre finales del siglo XIX y casi mediados del siglo XX, se retratan como antecedentes en la publicación.
En el espacio en el que Barillas se dedica a reseñar los antecedentes, consigna con datos y anécdotas las peripecias de la introducción del cine a la vida de los guatemaltecos, desde 1896. El autor cita las investigaciones previas en las que se establece que fue la familia Valenti la responsable de la primera función cinematográfica en el país y relata las distintas versiones sobre el espacio específico en el que se dio esta función. Muestra, a través de documentos, cómo desde las primeras décadas del siglo XX hubo empresarios interesados en invertir en el invento, e incluso quienes hacían sus pinitos con equipos traídos del extranjero, con los que filmaban paisajes, costumbres y escenas silentes.
Barillas ilustra cómo el avance de las salas de cine se vio afectada por los terremotos de 1917 y 1918. También describe la proliferación de las exhibiciones al aire libre. Un aspecto que se destaca es cómo en Guatemala el cine silente tuvo una vida mucho más prolongada que en otros países.
El autor dedica un apartado a la historia de Alfredo MacKenney, a quien en su texto identifica como “Un realizador adolescente” y que, en los años 40, siendo aún un colegial hizo cuatro cortometrajes de ficción.
El libro permite conocer las experiencias de distribuidores como Juan Ciani y su familia quienes difundieron el cine en departamentos del suroccidente y en la capital. Aborda también los trabajos de la Productora Matheu y los noticieros producidos por el Departamento de Cinematografía de la Tipografía Nacional.
Ficciones sin sustento ni conciencia
El eje central de esta obra académica lo constituye el análisis de las cintas producidas en el país, entre 1949 y 1986. El autor advierte que en esa época el cine se convirtió en “un canal eficaz para consolidar desde el poder la colonización del imaginario nacional y crear una idea de Guatemala mediante procedimientos como la desustancialización del conflicto social, la reiteración de arquetipos y estereotipos y la invisibilización o negación de la heterogeneidad”.
De las más de 30 cintas analizadas, la mayoría se realizaron en coproducción con México. Esto se debió a que los productores mexicanos buscaron en Guatemala evadir las estrictas normas que, desde la década de los años 1920, impusieron los sindicatos en su país. Además, por supuesto, encontraron recursos más baratos. A tal punto, que en las primeras películas parte del personal aparecía sin tener remuneración.
Barillas hace notar cómo entre 1944 y 1954 se realizaron en el país cinco películas, en las cuales hay lo que él describe como “una inquietante asepsia sobre el torbellino social que vivía el país”. Estos filmes fueron Cuatro vidas (1949), que es a la postre, la primera coproducción con México; El Sombrerón (1950), que fue la única realizada solamente por guatemaltecos; Caribeña (1952), Cuando vuelvas a mí (1953) y El Cristo Negro (1955).
La decisión de los realizadores mexicanos de trasladar sus producciones a Guatemala no fue bien vista en el país vecino. Barillas cita una nota del diario mexicano Novedades, en la que se mencionaba que, al volver a México, el equipo técnico y los intérpretes de Cuatro vidas fueron recibidos “de mala manera”. En el comentario de esa película, Barillas expresa: “Cuatro vidas señala el camino que seguirá el cine guatemalteco de coproducción: pueblos indígenas como folklore, sitios comunes, presencia de actores internacionales para una pretendida mayor calidad histriónica y de comercialización y equipos técnicos, también extranjeros, para garantizar un uso al menos correcto del lenguaje cinematográfico”.
Otros aspectos en los que el autor enfatiza, al momento de analizar el contenido de las cintas, es cómo contribuían a mantener el estatus. En el comentario que realiza de la cinta Caribeña, explica: “Esta comedia/melodrama romántico surge en un momento en que el Ejecutivo proponía y el Legislativo discutía y aprobaba el Decreto 900 (Ley de Reforma Agraria), que había desencadenado una inusitada polarización de la sociedad. Entonces, presentar una familia de la burguesía y a unos personajes populares alegres y orgullosos de su destino, era una manera de ‘naturalizar el orden social, así como de desustancializarlo, mientras todo se resuelve en un marco amoroso”.
La fijación de patrones de comportamiento continúa estando presente en las próximas décadas analizadas, y muchos de los filmes estudiados por Barillas contienen elementos emblemáticos, sobre todo de la religión católica. El Cristo Negro plantea la ambición como el gran pecado y el arrepentimiento como redención.
El silencio y sus excepciones
Cuando Barillas aborda los años 60 y 70 del sigo pasado, se muestra una época en la que la guerra deja de ser fría en el territorio guatemalteco y se replantean muchas opciones. En esos años destacan dos cineastas que fueron los que más colaboraciones realizaron con México: Manuel Zeceña Diéguez y Rafael Lanuza.
Zeceña Diéguez estuvo involucrado en la producción de algunas cintas que llegaron a escandalizar. Pecado que, como anota Barillas, “despertó reacciones políticas, al romper la monotonía y pasividad del orden conservador”, al presentar a una mujer como transgresora de convencionalismos. Después, Paloma Herida, basada en un guion del escritor Juan Rulfo, fue un melodrama en el que una mujer embarazada es juzgada por el asesinato de un hombre que mató a su padre y a su prometido y la violó a ella. Fue dirigida por Emilio “El Indio” Fernández, quien también encarnó al invasor.
Una producción de Zeceña que provocó escándalo al punto que debió terminar de filmarse en El Salvador fue Solo de noche vienes (1965). Según recoge Barillas, el productor estuvo a punto de irse preso por realizar una película “medio sacrílega” en plena Semana Santa y haber usado como marco referencial las procesiones de la temporada. Pero sin duda, la apuesta más atrevida de este cineasta fue Derecho de asilo (1972). En ella, según se anota en el libro, se relata que, en un país latinoamericano, el general Villagrán (Rositas) es asesinado por dos guerrilleros: Barreiro, el líder, y Mauricio, quien accionó el arma; el general Salido, jefe de la policía ordena la persecución: los quiere vivos. Uno de ellos muere al huir en in auto, pero el otro, el líder, se asila en una embajada de otro país de la región. El embajador, Lara, le concede asilo político y resiste las presiones tanto del gobierno como de la Embajada de Estados Unidos.
“Pese a que busca mantenerse dentro de lo ‘políticamente permitido’ y el realizador está amparado por sus relaciones personales en México y en Guatemala, la película es provocadora y no convencional. De cualquier manera, la cinta plantea situaciones que se vivían en Guatemala. Las presiones del Gobierno y del jefe de la policía (Emilio Fernández) que amenaza invadir la embajada, eran hechos frecuentes en las décadas de 1970 y 1980”, anota Barillas.
En cuanto a Rafael Lanuza, este fue un realizador que incursionó en las temáticas más comerciales de la época. En 1960, dirige La alegría de vivir, de la cual Barillas señala que no existe un registro en video y solo hay referencias de otros autores, pero que fue una producción guatemalteca, que contaba la historia de los personajes conocidos como los Chocanitos. Lanuza también produjo El Cristo de los Milagros (1972).
Posteriormente, Lanuza se une al mexicano Rogelio Agrasánchez para realizar cintas fantasiosas, relacionadas con la lucha libre, como Los campeones justicieros (1971), El robo de las momias de Guanajuato (1972) o La mansión de las siete momias (1975). Lanuza también produce Superzán y el niño del espacio (1972), en la que involucra como actores a varios miembros de su familia y aunque la cinta no es propiamente de luchadores, sí contó con participación de personajes guatemaltecos ligados a la lucha o al fisicoculturismo, como Edgar Echeverría, Enrique Bremermann, Rolando Klussmann y Freddy Peccereli, anota Barillas.
Lanuza quiso contarle al mundo la tragedia del 4 de febrero de 1976 a través del cine y lo hizo a su manera con Terremoto en Guatemala (1976). Otro de sus proyectos cinematográficos fue Candelaria (1977), que contó con la participación de la actriz mexicana Lyn May y fue producida por Agrasánchez y dirigida por Lanuza.
En la cinta El tuerto Angustias (1974), en la que Lanuza interviene como director de fotografía, un nuevo productor guatemalteco aparece en el horizonte de las realizaciones coproducidas con México: Adán Guillén Paiz, quien realiza esta cinta con el apoyo de Otto Coronado, destaca Barillas.
Otros cineastas que destaca el libro son los hermanos Herminio, Haroldo y Arnaldo Muñoz Robledo, quienes realizaron sus propuestas tanto desde canales oficiales como privados y buscaron producir cintas con temáticas y recursos guatemaltecos. Ellos fueron los encargados de llevar a la pantalla la Vida obra y milagros del Hermano Pedro (1964), una cinta religiosa que, según Barillas, es “representativa de los imaginarios y creencias de los sectores populares de la época”. También produjeron Dios existe (1965), que trata sobre un campesino que busca triunfar en la música y La princesa Ixquic (1974), inspirada en una historia del Popol Vuh y que fue estrenada 15 años después de su filmación.
El cantautor Carlos del Llano incursionó en la producción audiovisual con la cinta Los domingos pasarán (1968), que cuenta la historia romántica de un cantante que llega a grabar un disco, se enamora y enfrenta al prometido de su amada. Barillas establece un contraste entre esta cinta, en la que el protagonista come caviar, viaja en taxis de lujo y en yates, con el protagonista de Dios existe, que también busca destacar como cantante, pero come frijoles y viaja a caballo. Con lo que se establecen diferencias de clase sumamente marcadas en los ya avanzados años 60.
El recuento hecho por Barillas también incluye la valoración que se le dio a las cintas, tanto en el ámbito nacional como internacional. Si se busca hacer un balance, la crítica no fue buena para las producciones nacionales, sin embargo, hubo casos en los que el público sí respondió a través de la taquilla.
Sergio Valdés Pedroni señala el valor de este libro al anotar: “La manera en que Edgar Barillas indaga, analiza y construye nuevo conocimiento sobre el cine, haciendo visibles sus implicaciones culturales, lo sitúan como mediador e intérprete en su doble condición de académico experimentado y de mirada sencilla, vinculada a lo popular de los públicos”.
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