Las calles de Nueva York rechinan como si fueran tornos sin aceite. Es la manzana prohibida que no está en la Biblia. La manzana podrida que amenaza al resto. La que Newton muerde en las mañanas y en las noches la atraviesa Don Guillermo Tell. Hera, Afrodita y Atenea se pelean la manzana disputando sus cáscaras doradas. Feeling Good, oigo la voz de Nina Simone. El mundo pareciera quedar en Nueva York.
En esquinas donde humea la sangre la noche cambia de nombres. Mientras tanto los millonarios de Manhattan se limpian el trasero con billetes de cien dólares. Los mismos con que compran apodos de tristeza. Esta noche se llama Jesica, Evelyn, muchas más. Mañana será la rosa muerta bajo sus despojados pies sin huellas.
Nadie recordará los rascacielos, todo caerá como cae todo muro y no quedará piedra sobre piedra. Quedarán acaso las líneas que le escribió Rubén Darío, o el rey de Harlem de Lorca y los cantos quebradizos pero llenos de anhelo que le hiciera Majakowski. Pero talvez alguien no olvide a un Julius Pater Brown que era un negro tullido que vivía en el subterráneo, el infinito metro de Nueva York. Había sido combatiente en Vietnam, donde cayó herido en combate, condecorado recibió una raquítica pensión de veterano.
El tal Julius Pater murió una madrugada de diciembre congelado en un basurero, entre latas y desperdicios, ratas obesas y periódicos viejos que intentó convertir en sus improvisadas cobijas. Julius Pater Brown en una noche en Indochina habría recordado su ciudad natal cuando el enemigo sometía la colina que defendía a un despiadado bombardeo con morteros y fuego selecto de fusilería. Pensó entonces en el Bronx de su infancia y volvió a sentir en aquella noche húmeda y terrible como el ritmo del cemento armado y la velocidad del progreso se apoderaba de todos los rincones de Nueva York y sin embargo su familia habitaba un cuartucho en el undécimo piso de un desvencijado edificio donde nunca funcionaban los ascensores. Un lugar de eructos de beodos que soñaban con golpes audaces en la bolsa o en las apuestas de caballos y gritos de niños hambrientos que pedían su ración de dulces y juguetes de baterías.
Allá en Vietnam pensó también en su ciudad, en la grandeza de Manhattan, en los Yanquis de Mantle, en el orgullo fálico del Empire State y con su fusil M-2 en mano rompió el fuego del Viet Kong, rescató dos heridos, lanzó todas sus granadas y antes de caer bajo la metralla vació el arma automática. Los pelotones norteamericanos avanzaron hasta la primera aldea y antes de incendiarla ejecutaron sumariamente a los hombres que encontraron, la mayoría ancianos. También mataron algunas mujeres y violaron a las más jóvenes.
Después lo sabido: la prensa no menciono la masacre y Julius Pater Brown y unas docenas de combatientes regresaron portado en sus cuerpos y mentes las heridas. Julius fue condecorado pero la pensión de veterano no le alcanzaría para la heroína ni evitaría las temporadas en la cárcel o en los hospitales públicos. El resto de su vida siguió buscando al supuesto enemigo en las alcantarillas, entre jeringas infectadas, asegurando a los transeúntes que no lograban esquivar su llameante mirada de drogadicto mendigo que él era en verdad un héroe americano.
Otto René Castillo, poeta guatemalteco, 1936-1967
Pero el mundo es infinito en La Gran Mazana. La escritora Nicté Serra cuenta que hay un teatro en Manhattan, The Castillo Theatre, en honor al poeta mártir guatemalteco Otto René. Su objetivo es promover y presentar teatro para incentivar el cambio social. Nicté Serra descubrió el teatro de casualidad caminando por la calle donde queda, 543 West 42nd Street.
La figura del poeta guerrillero Otto René Castillo ha inspirado al teatro político y al arte contestatario en Nueva York y se ha instituido desde hace años un premio o reconocimiento a figuras del teatro y el arte con el nombre de Otto René Castillo. Según la fundación que patrocina el premio y el teatro mismo, los Premios Otto René Castillo se fundaron en 1998 para reconocer, apoyar y conectar a compañías de teatro y artistas comprometidos con la creación de teatro político, experimental y comunitario. Han sido otorgados a más de 100 teatros y artistas de teatro individuales de los Estados Unidos, Austria, Canadá, Colombia, Ecuador, Francia, Alemania, Irlanda del Norte, Jamaica, Japón, Pakistán, Serbia y el Reino Unido. Conviene rememorar al hombre detrás del nombre. Otto René Castillo (1936-1967) fue el poeta centroamericano influyó mucho en mi generación cuando leímos sus poemas de amor y nos estábamos enamorando por primera vez mientras también leíamos Así hablaba Zaratustra de Nietzsche y el Cándido de Voltaire, es decir lo que aborrecía la muy cristiana oligarquía guatemalteca.
El asesinato del poeta Castillo en la base militar de Zacapa y la posterior quema de su cuerpo, constituye un acto de suprema cobardía y agresión a la humanidad y a la poesía. El fascismo es abominable. Hoy me pregunto: ¿Fue inútil el sacrificio de Otto René Castillo?
Es de noche en Manhattan y el río Hudson arrastra conjeturas de plástico y pedazos de abedules. Nueva York carga su mendigo de niebla y en los huesos le soplan huracanes y antorchas. En el Parque Nacional se desvanece la conciencia, pero es imposible soñar en camas desoladas de hoteles arbitrarios sin tapices. El futuro es un gorrión que tiembla de frío. Por la esquina escupidas por la luna dos sombras: las torres gemelas eran una y se volvieron una sola sombra larga.
Nueva York ocupa mucho espacio en el mapamundi. Como una Babilonia contemporánea. O como Una culta Alejandría, depende de la perspectiva. García Lora escribía en su fabuloso Poeta en Nueva York:
¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!
¡No hay angustia comparable a tus ojos oprimidos,
a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,
a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,
a tu gran rey prisionero con un traje de conserje!
Tres décadas antes del terrorífico atentado contra las torres gemelas en Manhattan, Luis Cardoza y Aragón, gran amigo de Lorca, publicó el poemario Sinfonía del Nuevo Mundo, donde logra expresar magistralmente los dilemas del llamado Sur, el mundo joven de Latinoamérica y África, atrapado entre los sueños de progreso y las pesadillas de la realidad. Cardoza se vale de un original y atrevido parangón lírico presentando a Dante en Nueva York y no bajando al infierno. Y en una premonición sorprendente escribe:
Dante oprimió el pedal de la noche y se aceleró la sombra. Los edificios caían sobre sí mismos, de terraza en terraza, fundidos en piedra y luz. Sentado al borde del Hudson, Dante ve la ciudad incendiarse por el grito de la muchedumbre. El ángel guardián lanza sus balas de plata a los inofensivos gatos de los techos cercanos.
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