El poder crítico de lo cómico

‘El nombre de la rosa’ es una novela sobre el temor casi inconfesado de aquellos que siempre creen tener la verdad, hacia todo relato cómico que los convierta en protagonistas, porque saben bien, o por lo menos intuyen, que si eso llega a ocurrir perderán de modo infalible una parte de la pretendida verdad que pronuncian.

Camilo García Giraldo

junio 16, 2024 - Actualizado junio 15, 2024

Umberto Eco en su gran novela El nombre de la rosa nos relata el hecho de que al llegar Guillermo de Baskerville, monje franciscano inglés, a una abadía benedictina situada en los montes Apeninos al norte de Roma, para participar en un reunión de alto nivel con representantes del papa y dirimir la cuestión de la posible herejía de un grupo de franciscanos llamados los “espirituales”, que pregonan la necesidad urgente de despojar a las iglesia de todos sus bienes para que sus dignatarios vivan de acuerdo a las enseñanzas y ejemplo de Jesús, se encuentra con la existencia de varias muertes misteriosas de monjes. De ahí que decide ponerse a la tarea de investigarlas para aclarar lo ocurrido. Investigación que finalmente lo conduce al viejo director de la gran biblioteca que tiene la abadía, el monje español Jorge de Burgos. Monje respetado y la vez temido por todos que ordenó la muerte de esos monjes debido a que habían leído o tratado de leer la segunda parte de La Poética de Aristóteles, del que solo se conservaba en todo el mundo ese único volumen guardado en la biblioteca. Para él era imprescindible impedir que nadie leyera ese libro porque en él el filósofo griego exponía no solo los rasgos y funciones esenciales de la creación de piezas teatrales cómicas, sino también mostraba con ejemplos diversos el gran poder que tenía lo cómico sobre los hombres: el de socavar o poner en tela de juicio la pretendida verdad que los hombres suelen darle a sus juicios y afirmaciones, y en especial a las afirmaciones divinas.

Jorge de Burgos convencido de la verdad absoluta de las palabras de Dios y de las afirmaciones doctrinales de la iglesia católica que supuestamente él interpretaba perfectamente, considera que este libro es “blasfemo”, es muy peligroso, y quienes lo lean pueden poner en duda la verdad de las afirmaciones sagradas. Pero como no podía evitar que algunos lo leyeran, llegó a la conclusión de que la única alternativa que tenía para que ese saber sobre lo cómico, que contenía el libro, no “dañara” sus espíritus religiosos era matar a quienes lo hicieran. Y así preservar en el seno de la comunidad de monjes creyentes de la abadía la soberanía intocable y pura de la “verdad religiosa” en la que cree ciegamente.

Hecho que un pensador tan agudo como Nietzsche no comprendió al considerar, en su libro El nacimiento de la tragedia, que con la irrupción de las piezas de teatro cómico de Aristófanes, desapareció el predominio de la auténtica tragedia que no solo encarnaba el espíritu trágico de los griegos sino también expresaba las más profunda y verdadera naturaleza humana. Pero al concebir así el mundo griego, pasó por alto que las piezas de teatro cómicas, y en general todo lo cómico, cumple una función crítica de las pretendidas verdades que sostienen los hombres. Crítica que él mismo como pensador llevó a cabo, con gran agudeza y penetración, de las verdades que los hombres modernos, sus contemporáneos, afirmaban y sostenían. Sin embargo, Nietzsche no se dio cuenta de que lo cómico tiene un potencial crítico de la pretendida verdad, igual o en algunas ocasiones superior, al de los discursos racionales, al de las metáforas poéticas o al de los aforismos que él desplegó con indudable maestría. Y este desconocimiento es una de las faltas que limitan la fuerza de su propia labor crítica de la cultura moderna occidental.

Pero, además, este gran poder crítico que tienen los relatos y escenas cómicas sobre los enunciados pretendidamente verdaderos, del que fue consciente este monje ciego hasta el punto de ordenar matar a los que se acercaban al libro de Aristóteles, tienen la capacidad adicional, igualmente importante y decisiva, de presentar a los hombres en su lado más pequeño, irrisorio e imperfecto, al poner en evidencia los errores, equivocaciones y torpezas involuntarias que cometen, las confusiones en que incurren sin percatarse o de imitar sus conductas y gestos para mostrar que no son únicos e irrepetibles, sino que tienen dobles que los reflejan y los proyectan. Por eso lo cómico no solo pone en tela de juicio la pretendida verdad absoluta sino también, y, sobre todo, muestra y recuerda siempre a los hombres la precariedad imperfecta de su ser. Y al hacerlo nos reafirma una y otra vez nuestra condición humana, nuestra más esencial humanidad. Nadie como el genial Charles Chaplin fue tan consciente en los tiempos modernos de este poder de humanizar a los hombres que tiene lo cómico al revelarlos en su insuperable y constante precariedad. Su gran personaje del vagabundo no solo forja y vive escenas cómicas sino simboliza precisamente el hecho fundamental que solo los seres “pequeños e insignificantes” tienen la gran capacidad de hacer reír a los demás; y al lograrlo, éstos descubren y aprenden que se parecen a él, que son tan “pequeños” como él.

Ahora bien, cuando los que pretenden que sus afirmaciones sobre algo en el mundo sean verdaderas son los que tienen los medios del poder, como las armas, los cargos de administración y dirección del Estado, etc… Un relato o escena cómica puede socavar o debilitar no solo la pretendida verdad de sus afirmaciones, sino también y sobre todo la propia condición de personas poderosas cuando ese relato o escena está referido a ellas. Pues lo cómico aquí al poner en evidencia ante todos, ante un público, los errores y equivocaciones involuntarios que cometen con sus palabras o sus actos, los “despoja de su poder” al mostrarlos precisamente como seres humanos precarios e imperfectos iguales o semejantes a todos los demás que carecen de poder o las que lo sufren y padecen.

En su famosa comedia Lisístrata, Aristófanes nos muestra a un grupo de mujeres, encabezadas por Lisístra, que trata de convencer a sus maridos, hombres poderosos, jefes militares y políticos, que acaben la guerra con su enemigo de Esparta y firman un acuerdo de paz; pero estos no atienden su petición. Entonces deciden usar un recurso extraordinario, el de decretar huelga sexual hasta que tomen esa decisión. Es decir, el de usar su secreto poder para doblegar la voluntad poderosa de sus maridos de continuar la guerra. Y los hombres privados de satisfacer sus deseos sexuales, privados de vivir el placer que su satisfacción les proporciona, deciden finalmente vencidos por este poder de sus mujeres, escucharlas y poner fin a la guerra. Lo cómico brota aquí precisamente de que los hombres poderosos quedan derrotados por el poder “pequeño e insignificante” de sus mujeres que adolecían de los medios efectivos y reales del poder. Y al ser vencidos quedan en ese instante despojados de su poder, es decir, quedan convertidos en simples seres humanos iguales a sus mujeres, o tal vez inferiores a ellas, quedan convertidos seres humanos “pequeños e irrisorios”.

Lo cómico es, entonces, una potente arma de crítica al poder de los poderosos. Crítica a la que los portadores de poderes autoritarios y despóticos le han temido enormemente hasta el punto de prohibir en las sociedades que gobiernan la representación teatral o cinematográfica de escenas cómicas en las que ellos sean directa o indirectamente sus protagonistas. Este efecto de lo cómico fue el que seguramente también percibió el director de la biblioteca de esa abadía medieval, Jorge de Burgos. El riesgo que los monjes ilustrados por el libro de Aristóteles sobre la comedia decidieran algún día escribir y poner en escena una pieza cómica sobre los dignatarios del poder eclesiástico, que cuestionara su supremacía, fue tal vez la segunda razón que lo empujó a ordenar esos crímenes. 

Esta apasionante novela de Eco, entonces, nos muestra en profundidad un fenómeno central de la vida de los hombres: el temor casi inconfesado de aquellos que siempre creen tener la verdad o que tienen una posición de poder autoritario hacia toda escena o relato cómico que los convierta en protagonistas porque saben bien, o por lo menos intuyen, que si eso llega a ocurrir perderán de modo infalible una parte de la pretendida verdad que pronuncian con sus palabras y frases y el poder que ejercen con los medios que le constituyen. Y al quedar despojados de la verdad y el poder que los recubre y envuelve caen al lugar común que ocupan los demás hombres, es decir, se vuelven seres humanos comunes y corrientes que viven en constante riesgo de equivocarse y confundirse, de cometer errores y torpezas con sus actos y palabras.

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