El peligro de estar cuerda

Es mi deseo para este nuevo año que incremente la cantidad de personas que leen y que consideran los libros como tesoros. Cifro mis esperanzas en la creatividad humana para defender la vida. Vivimos tiempos de cuidar la paz.

Ana Cofiño

enero 5, 2025 - Actualizado enero 4, 2025
Ilustración: Amílcar Rodas

Mis criterios de selección de libros son muy amplios, abarcan varios temas y se definen por los sentimientos más que por la razón, es decir, dejo que mi corazón elija. Tengo una librerita donde voy juntando libros recientemente adquiridos: novelas, ensayos históricos, antropológicos, ciencias, algunos, poesía, escasa. Al terminar de leer un libro, me enfrento a la decisión de con cuál seguir. Como usualmente leo varias cosas a la vez, continúo con esos pendientes o busco hasta dar con algo que me atraiga y me hable.

 Así fui a dar con El peligro de estar cuerda de Rosa Montero, periodista, escritora y psicóloga española que en este libro reúne sus plurales facetas y conocimientos para darnos un panorama colorido de la relación entre creatividad y locura. Desde el inicio la vemos implicada abiertamente en el relato, cuando habla del pánico infantil que sintió durante muchas noches, a envenenarse con un adornito de cobre que ella podría lamer estando sonámbula. Aclara líneas adelante que ni el cobre mata, ni ella era sonámbula. Un poco rara nomás.

Iustración: Amílcar Rodas

 Con esas primeras páginas tuve suficiente para zambullirme en este libro que elegí por interés personal en lo que se ha calificado como anormalidad, (desviación, perversión, etc.). También porque la portada retrata a una niña que se distingue de las otras por ponerse patas arriba en la barra de ballet. Tercero, porque conozco a la autora y sé que garantiza una lectura interesante.

Rosa Montero transcribe un cúmulo de conocimientos que reunió en una investigación que la hizo “leer como posesa” durante tres años, “…sepultada por volúmenes no sólo de psicólogos, psiquiatras y neurólogos, sino también de escritores más o menos oficialmente majaras, o de suicidas, o de autores que escriben sobre el oficio de escribir, o de especialistas raros que hablan de la relación de los artistas con las drogas y cosas así.”

Ciertamente, el libro contiene muchas citas interesantes que ilustran esa relación entre la realidad como nos dicen que es y la manera en que nosotras la percibimos. De esa cuenta, si las bibliografías son lo suyo, allí va a encontrar joyitas para indagar sobre el asunto. Hay apartados que más allá de ilustrarnos, nos conmueven porque tocan fibras personales con las que nos identificamos, como locas.

A las mujeres se las tilda de lunáticas con mucha facilidad, sobre todo si están en la menopausia, etapa de la vida que la cultura patriarcal ha presentado como un estado de malestar, histeria, descontrol anímico, locura. Pero no sólo, porque también se ha acusado de anormalidad a muchas mujeres que han roto con los mandatos y que se han atrevido a desafiar los límites impuestos sobre sus vidas y cuerpos. Cantantes, escritoras, pintoras, intelectuales y artistas han sido señaladas de chifladas, y sometidas a torturas y castigos que muchas veces conducen a la muerte, como en el caso de las brujas.

Siempre me llamó la atención que grandes escritoras se hubiesen suicidado: Rosario Castellanos, Sylvia Plath, Alfonsina Storni, Virginia Woolf. Mujeres que produjeron obras fundamentales y que se enfrentaron a adversidades sociales como la violencia. La vida de Sylvia Plath y la de Virginia Woolf comparten rasgos que anteceden a los desenlaces de sus suicidios. Identificarse como mujeres escritoras sigue siendo una anormalidad en el sentido de que siguen siendo casos excepcionales los reconocidos por el sistema. Sobre eso hablan autoras feministas como Ursula K. Le Guin, quien afirma en un artículo titulado “Una guerra sin fin”, que la imaginación “…tiene el poder de demostrar que el estado de las cosas no es permanente, ni universal, ni necesario.” Esa es una de las razones por las cuales estigmatizar a las mujeres como seres inferiores es lo que la cultura promueve y permite. Reclamar derechos y libertades, ejercerlos cotidianamente, sigue siendo inaceptable.

Ilustración: Amílcar Rodas

El suicidio, otro tabú que se silencia con censura e ignorancia, es materia que Rosa Montero expone con la sobriedad necesaria para asumirlo como un hecho social que ha afectado, entre otros gremios, a artistas e intelectuales que la autora enlista, como Walter Benjamin, Yukio Mishima, Hemingway, Zweig y un largo etcétera en el que se cuentan varias mujeres. Al respecto, la autora habla en primera persona: “Yo diría que casi todos los suicidios son desesperados, irracionales, patológicos. No es que no les guste la vida: es que no consiguen gestionarla. Pienso que la mayoría de los suicidas no quiere matarse; simplemente se sienten incapaces de seguir viviendo.” Les dejo la cita para sembrar la inquietud.

El ejercicio de las libertades ha sido penalizado, deliberada y continuadamente: Transgredir los mandatos, vivir libremente, hablar, pensar, producir desde la posibilidad de imaginar ha sido prohibido, reprimido, violentado. De ello nos habla Rosa Montero cuando escribe sobre los choques eléctricos que le aplicaron a Sylvia Plath, de las lobotomías y otras linduras a las que se ha recurrido para eliminar las otredades, las disidencias, la pluralidad.

Como consagrada novelista que es, la autora va hilvanando, entre reflexiones y abundantes datos que tienen que ver con la salud mental y los procesos creativos, una historia misteriosa que la vincula a una mujer desconocida que finge ser ella. Este hilo nos va llevando hacia un final que nos deja a la espera de lo que vendrá.

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