El Lobo

Cualquier rumbo sonaba bien, nos alentaba a dejar la rutina de los volcanes, alejarnos de las copas cenizas de las gravileas que dan sombra a los cafetales y de las ruinas. Era tiempo de partir o perecer soterrados debajo de un muro de adobe. La Tierra acababa de abrir sus fauces, y nos había perdonado la vida.

Méndez Vides

diciembre 1, 2024 - Actualizado noviembre 30, 2024

Ilustraciones: Amílcar Rodas

El terremoto nos sacudió el ánimo a las tres de la madrugada y todas las labores se suspendieron a la mañana siguiente, quedando dedicados a vagar por la ciudad, a sentarnos como zopilotes frente a las ruinas, o, eventualmente, a realizar tareas físicas como remover ripio con palas y picos para desenterrar el cuerpo de una mujer con falda y zapatos de tacón bajo, cuyo rostro no logramos distinguir porque no la conocíamos o porque estaba irreconocible.

—Aquí no hay nada más qué hacer —dijo Hamlet, el declamador oficial del colegio y orador premiado— y se pondrá peor, hay que subirnos a un barco e ir a conocer el mundo.

Yo no estuve de acuerdo, considerando lo felices que éramos entonces, pero no niego que pronto me contagió el sueño.

La Antigua yacía destruida y nuevamente enterrada, y nos quedaba chica, más en la medida que desatamos ideas, con las ganas de respirar otros aires, de conocer la nieve, de dormir en el desierto africano.  Cualquier rumbo sonaba bien, nos alentaba a dejar la rutina de los volcanes, alejarnos de las copas cenizas de las gravileas que dan sombra a los cafetales y de las ruinas.  Era tiempo de partir o perecer soterrados debajo de un muro de adobe.  La Tierra acababa de abrir sus fauces, y nos había perdonado la vida. 

Después de mucho discutir, el Lobo dijo que París y gruñó.   

—Gurrrr…  

A Hamlet le pareció perfecto, porque él quería hacer teatro, y en La Antigua no se visualizaba alguna oportunidad.  A mí me pareció el lugar correcto para continuar la tradición de los escritores famosos nacionales.   Tenía un borrador de novela y un libro de poemas que había sido rechazado por la editorial de Bellas Artes, porque carecía de puntuación, aunque la forma era parte de la gracia.  La primera línea decía “Todos los poetas han nacido en La Antigua Guatemala”, por lo que merecí la corrección, porque José Batres Montúfar nació en San Salvador.   París me sonó oportuno.

—¡Vamos a ser inmortales! —exclamó el Lobo.

Seríamos tres para empezar, el resto se contuvo prudente, aceptando su apego a la comodidad, porque no hablaban francés, o porque tomarían otros destinos de moda como Nueva York o California.  Y para arruinarnos la emoción, nos recordaron los peligros y alertaron sobre la pérdida de oportunidad.  

—Si ustedes se marchan, nos vamos a repartir a sus mujeres.

La tarde estaba despejada, el cielo azul y los volcanes con sus hondonadas a la vista como verrugas.   Los tres juramos el pacto frente al Tanque de la Unión.  Las palmeras alineadas en los costados a lo largo de la plaza se mecían como cuellos de jirafa.    Febrero es loco, un día llueve, otro hace frío y viento, pero esa vez la luna anaranjada tomó el doble de tamaño y tembló y se vino todo abajo. No había excusa para aburrirse, y a todo se acostumbra la gente.  En la inmensa pila seca un empleado municipal descalzo rascaba el fondo con un cepillo de raíz mientras otro aplicaba mezcla en las arrugas de las paredes, encaramado en un andamio endeble.

—¿Qué hora tienen? —preguntó el que estaba en lo alto.

Alzamos los hombros negando con movimientos de cabeza, porque las manecillas de los relojes se habían detenido.   El otro albañil buscó la orientación del sol, protegiéndose los ojos con la mano en forma de visera.

—Hay que probar suerte, o regresamos —dije, provocando el enojo del Lobo y de Hamlet.

—Si nos vamos, será para siempre —opinó el último, el más temeroso del retorno, porque la partida suele ser fácil, como lanzar una piedra al aire, y lo que de verdad cuesta es resistirse a la ley de gravedad.

El Lobo estuvo de acuerdo, estrechó la mano del colega, y a mí me señaló con el dedo índice, advirtiéndome que cuidadito pensaba en regresar, porque una vez que se cruza el océano Atlántico es más fácil ahogarse que retornar vencidos.  Pensó en la vergüenza, consideró que él no tendría cara para soportar las burlas.

—Hay que movernos, porque ni las piedras permanecen siempre en el mismo sitio.  Miren las ruinas, los ladrillos se movieron de lugar y mataron a los confiados.

Los albañiles fueron testigos involuntarios del acuerdo, y para cuando todo estuvo definido, sonó el silbato de la fábrica de sacos de henequén.

—Ya son las cinco en punto.

Los trabajadores envolvieron la herramienta en costales del ingenio Pantaleón y fueron a encargar los bultos en la guardianía del convento en ruinas de Santa Clara.  Por la calle pasaba muy despacio un taxi viejo, de esos que gastan gasolina en chorros y en la dirección opuesta se deslizaba choyuda una carreta de bueyes cargada de talpetate amarillo.  Antes de desaparecer los albañiles en la esquina de Chipilapa, cruzando en la casa roja, uno de ellos se volteó y se nos quedó mirando fijo, como advirtiéndonos que el cuerpo aguanta sin comer solo tres días.

La tarde anterior a nuestra partida, hubo una alegre despedida de quienes nos fueron imitando en los meses siguientes, porque las actividades no reanudaban y se aburrían y nos envidiaban.  Yo expliqué en voz alta el itinerario, porque viajaríamos a Veracruz para tomar el barco hacia Marsella y luego en tren hacia París.

Hubo un silencio pesado, hasta que alguien se atrevió a decir que lo lógico sería tomar un vuelo directo.   Entonces, todos soltaron una gran carcajada, y se burlaron del Lobo, que era el más sensible por su defecto de nacimiento.  Era peludo de espalda, brazos y muslos, por culpa de un tónico que se estaba aplicando el padre sastre para evitar la calvicie en los días que fue concebido.   Para esas fechas el sastre ya era pelón y el hijo un hombre lobo.  

Me señalaron a mí como el culpable del trayecto, y Hamlet mostró las bolsas de dormir compradas en el comisariato militar, para reposar debajo de los puentes o en el desierto del Sahara. El Lobo dijo que él pondría el transporte para llevarnos a la estación de las Rutas Lima en la capital, porque era mejor salir temprano para llegar de día a Tapachula.   Bebimos tequila y los que se quedaban se pusieron a llorar.

El primero en marcharse fue el Lobo, porque tenía que hacer un último arreglo esa noche.  Prometió pasar por nosotros antes de la salida del sol para realizar la gran aventura y se dirigió a buscar a su padrino que vivía en una casa de finca de las afueras con sus dos hijas, bonitas pero pálidas como vampiros, porque el papá las mantenía encerradas en un cuarto lúgubre sin ventanas.   Un día se las presentó vestidas con trajes de celebración de quince años para que él escogiera la que más le gustara, pero el Lobo se excusó, a pesar de que la elección conllevaba heredar la propiedad de la tierra y los ahorros.  

Lo fue a talonear a la funeraria donde estaba despidiendo a un familiar que no murió por el terremoto sino de una caída por descuido regando las macetas.   El padrino lo quería mucho y lo abrazó.  Lo arrastró hacia la Fonda de la Calle Real, el único negocio que no cerraba las puertas ni cuando estaba temblando.  Pidieron caldo de pollo con perejil flotando, ajo, cebolla y chile cobanero.   Allí fue cuando el Lobo le contó que se marcharía a París, que necesitaba dinero y que, como tantas veces antes él le había ofrecido heredarlo, pues requería un anticipo. 

Cucharada y cucharada sin hablar, atragantándose de tortillas.  Comieron escuchando de fondo el noticiero de la radio que reproducía las estadísticas de las víctimas del terremoto.

—La tierra es para quien la trabaja —opinó el padrino satisfecho, negando con movimientos de cabeza, porque no cedería un céntimo.

Lobo hizo un gesto de indiferencia encogiéndose de hombros, y salió detrás de su padrino hacia los cafetales, a su lado en la banqueta, evitando los hoyos y las zanjas del camino de tierra en el trecho que queda después de las ruinas de San Jerónimo.   Los campos de la pólvora estaban iluminados por la luna llena.   La nube de polvo era empujada por el viento norte.  Casi parecía de día.  

Ingresaron al caserón a oscuras, sin movimiento ni señas de vida.   El viejo aclaró que sus hijas estaban en un lugar más seguro, para que hablaran con libertad.

—Es peligroso vivir solo en un sitio tan alejado, padrino, porque cualquier noche se le mete a la casa un intruso y le mete una puñalada.

—Aquí tú eres el único que cree que soy rico.

El padrino buscó la llave del candado al tacto entre un manojo de opciones.  Lobo, impaciente, se dirigió hacia el excusado que quedaba en el patio.   Dejó la puerta abierta y orinó largo y tendido, mientras los ojos le ardían de ira por la tacañería del padrino.    Se cerró la bragueta y fue hacia la casa evitando hacer ruido, pensando que si algo le sucedía al viejo en la finca, pasarían semanas antes de que alguien notara su ausencia.  Los gatos le comerían los ojos.  Él quería marcharse a Francia, pero le hacía falta lo que a su padrino le sobraba.  A través de la ventana del cuarto iluminado observó al viejo moviéndose, poniendo una jarrilla en la hornilla de la estufa de gas corriente, alistando el agua para el café de la noche.    Hizo ruido al entrar avisando que ya era tarde, que a la mañana siguiente partiría, que le mandaría postales.

—¿Y entonces, padrino, me va a adelantar lo que me prometió?

—No —dijo.

—Entonces adiós, padrino.

Lobo observó desde la calle de terracería a oscuras cuando su padrino atrancó la puerta y aseguró el cerrojo.  A los lados había piedras sueltas impidiendo el desarrollo de las chatías que florean todo el año.  Macetas de geranios y un arbusto de claveles rojos.   La vida le estaba poniendo en bandeja el puente de plata.  Bastaría entrar con cuidado, darle un golpe en la nuca con una piedra y así, quizá todo sería de él.

—¡Ya es hora, levántese!

 La ciudad continuaba a oscuras cuando me puse a esperar en la puerta de la casa con mi equipaje.  El Lobo recogería de primero a Hamlet y luego pasarían por mí, para estar a la hora en punto para la salida del autobús.  Amaneció.  El frío de febrero me hizo tiritar, aguardando y contemplando en el reloj de pulsera como pasaba el tiempo.   Culpé a la fiesta de la noche anterior, a las bebidas alcohólicas, a la indecisión humana.   Y ya me estaba dando por traicionado cuando, viniendo de la Calle Ancha, apareció el enorme Chevrolet convertible de los años sesenta, con el Lobo al volante y Hamlet de copiloto.   Puse el equipaje en el baúl y noté que sólo iba otra bolsa y sin conductor designado.  Comprendí el sentido, aunque con él habíamos ido días antes a cambiar moneda y a pedir las visas, y se mostraba tan decidido y eléctrico, impaciente, deseando partir ya.   

Condujo el carro por toda La Antigua, por calles y avenidas, señalándonos las cúpulas de los templos que habían resistido el embate de los temblores.

—Despídanse, muchá.   Porque quizá nunca más vuelvan a ver las calles de esta ciudad.

Confesó que él no podría acompañarnos, pero que nos llevaría hasta el autobús para que nosotros cumpliéramos lo planeado.   No quiso explicar sus razones, porque tenía la voz tomada y se resistía a mostrarse débil.  Lo respetamos y nos fuimos callados observando cada detalle, las buganvilias, las tejas y las araucarias gigantescas.   Al dar la vuelta por el Hotel Antigua, sentí cierta tristeza.

Salimos a la carretera, sin prisa porque ya se había perdido la posibilidad de alcanzar la salida mañanera, así que teníamos tiempo de sobra, y cuando atravesamos San Lucas, el Lobo maniobró el vehículo y se estacionó enfrente del restaurante Nim-Guá, donde nos invitó a desayunar y a tomar agua mineral para quitarnos los restos de embriaguez.   El comedor oscuro, rústico, encantador y los huevos estrellados tiernos junto a los frijoles parados nos supieron a gloria.  El Lobo no dejaba de ver hacia la carretera, y se alegró y le brilló la mirada cuando el operativo que estaba revisando los papeles de los pilotos y la documentación de los vehículos se trasladó hacia donde ya habíamos pasado.

—Ahora sí, ¡vámonos!

En la bajada del mirador nos confesó que el carro no tenía documentación, que su padre lo había recibido en prenda por un préstamo, que no se podía movilizar y que él no tenía licencia.   Así que nos fuimos mudos el resto del camino, contemplando los camiones de volteo cargados de tierra y escombros para los rellenos, y a los grupos de apoyo internacional que llegaban a ayudar a los damnificados.   Habíamos elegido un buen o mal momento para marcharnos, pero el Lobo cambió de decisión, prefirió quedarse por sus razones, y nos dejó con los ojos nublados.   Le dijimos adiós, pensando en todo lo que se perdería.   Allá él.

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