Una persona es enemiga de otra cuando se pone en contra de su presencia o de su posición en la vida y el mundo; cuando abiertamente se propone no solo rechazar sus pretensiones o propósitos de vida sino sobre todo su misma presencia en el mundo en el que vive. Esta postura que asume una persona con respecto a otra, casi siempre se torna recíproca. De ahí se forja una relación de enemistad entre los dos. Pero este acto que adopta una persona de ponerse en contra de otra nace casi siempre de un hecho básico: que esa persona le haya ocasionado algún daño, a él o a las personas que quiere, o que se proponga hacérselos; un daño que los haya hecho sufrir o los haga sufrir. Esto lleva de manera ineluctable a una persona a ponerse en contra de otra, es decir, a rechazar y sobre confrontar sus palabras y actos. Pues una persona al ponerse en contra de otra realiza un acto en el que no solo manifiesta su rechazo hacia esa persona, sino también su propósito central de eliminarlo y destruirlo o por lo menos socavar su presencia en la realidad en la que vive.
Ahora bien, esta condición de enemigo no es una condición necesariamente invariable en la existencia de esas personas. Como es una postura que, a pesar de estar motivada por el daño que se han hecho o que se pueden hacer, se constituye por la decisión consciente de querer adoptarla, es siempre posible que en un determinado momento se decida modificarla o suprimirla. Esta posibilidad solo se abre sí las dos personas aceptan hablar o dialogar sobre las razones que están relacionadas con el daño que se han hecho, que los han llevado a ser enemigos, a ponerse activamente en contra uno del otro. El hecho mismo de aceptar ambos iniciar este diálogo, les debilita su postura original de estar en contra, en la medida que en ese instante se sitúan y por lo tanto se reconocen mutuamente como sujetos iguales capaces de lenguaje. Y al adoptar esta nueva posición, tienen que dejar necesariamente de lado, así sea por el tiempo que dura el diálogo, la postura de enemigos. Pues al situare como sujetos iguales pierden de hecho la posición de enemigos que tenían hasta ese momento.
Pero, además la postura original de enemigos se puede debilitar por una segunda razón: que al exponerse entre sí las razones que los han conducido a ponerse en contra, se ven coaccionados o presionados a reconocer la validez de las mismas, es decir, su verdad o corrección normativa, o, al contrario, a objetar esa validez exponiendo otras razones que también pretenden a su vez validez. En caso que después de realizado este diálogo lleguen a un acuerdo, dejan de ser enemigos, abandonan esa postura. En caso contrario, si no llegan a un acuerdo, la condición de enemigos persistirá; pero con una diferencia fundamental, la de haber vivido la una experiencia que les mostró el valor y el poder racional y reconciliador que posee el diálogo.
En el plano político-público también se presenta con mucha frecuencia este fenómeno. Se trata de que en ocasiones unos grupos sociales y políticos se tornan enemigos de otros porque se ponen en contra, de manera activa, de sus propuestas y proyectos hasta el punto que se dan a la tarea de destruirlos, de hacerlos desaparecer de la realidad. El pensador y político conservador alemán Karl Schmitt considera en su conocido libro El concepto de lo político que la esencia de lo político no se constituye ya por la existencia de un Estado que ejerce soberanía sobre un territorio determinado en el que habita un pueblo, porque este Estado ha perdido su especificidad y autonomía propias al entremezclarse con la sociedad. De ahí que para él sea necesario encontrar un nuevo criterio para definir lo político; y este es el de la presencia en el escenario social de grupos o partidos políticos enemigos que luchan entre sí para conseguir sus objetivos.
Sin embargo, podemos decir que esta concepción presenta una dificultad sustancial: la de que no refleja la realidad de los estados democráticos modernos, sino la de los estados dictatoriales o totalitarios, porque en su seno no permiten ni reconocen la existencia legal de varios grupos y partidos políticos que luchan entre sí, sino de uno solo, el que apoya y sostiene incondicionalmente al dictador. Pero como también existen personas y grupos ilegales y clandestinos que combaten con todos los medios a su alcance, incluido los violentos, al dictador y su régimen, se erigen en enemigos irreconciliables; la lucha entre ellos define el centro y el eje esencial de lo político: la de unos por destruir al régimen y la de los órganos represivos de éste por aplastarlos y destruirlos. En este caso, entonces, la concepción de Schmitt de lo político adquiere certificado real.
En cambio, en el seno de los estados democráticos los enemigos políticos no existen; los diversos partidos y agrupaciones políticas no se combaten entre sí con el propósito de destruirse o aniquilarse, sino luchan por obtener el respaldo electoral de los ciudadanos que les permita ocupar los cargos de dirección y administración del Estado; y el que obtenga mayor cantidad de votos vence a los demás en esta contienda electoral que es la que aquí define le esencia de lo político. Por eso, estos partidos no son enemigos sino solo rivales que participan en igualdad formal de condiciones en esta contienda, en la que no se proponen destruirse entre sí, sino conquistar la mayor cantidad de votos posible de los electores para sus candidatos a los puestos públicos del Estado. Aunque es posible que en las sociedades de estados democráticos surjan grupos u organizaciones armadas y violentas que se declaran enemigas de ese Estado, como en efecto, ha ocurrido en varias ocasiones en la historia moderna. Pero este hecho no niega la regla de no enemistad que rige la vida de un estado democrático porque estos grupos armados se colocan de hecho al margen de las leyes y normas que sustentan ese orden democrático; y, porque, además, sus integrantes renuncian al uso del lenguaje en el espacio público, es decir, a emplear el discurso para presentar sus ideas y propuestas o contraponerse debatiendo las propuestas de sus rivales.
Pero, además, en la historia política de Colombia del mediados del siglo XX se dio un caso extremadamente excepcional, una especie de marcada anomalía del orden democrático que quiero mencionar. Se trata de que algunos de los dirigentes del Partido Conservador, al ganar las elecciones presidenciales del año 1946 a su gran rival, el Partido Liberal, debido a que este se presentó dividido con dos candidatos, dio la orden a sus militantes de algunas regiones agrarias y campesinas del país, de organizar bandas armadas para matar a campesinos liberales y sus familias. Campesinos que no tenían armas y que en forma pacífica se dedicaban a labrar y cultivar la tierra. Pues algunos sectores conservadores del país consideraban a los liberales sus enemigos, porque eran opuestos a la iglesia y la religión, porque eran ateos, libre pensadores y filocomunistas. Es decir, eran portadores del mal supremo que era necesario extirpar del cuerpo sociopolítico del país para “curarlo y salvarlo”. Y poco tiempo después, muchos campesinos liberales también decidieron tomar las armas, con el beneplácito de sus dirigentes, para no solo defenderse de esa agresión violenta que estaban sufriendo sino también para vengar a sus muertos. Se desató una ola de violencia entre campesinos conservadores y liberales que dejó 200.000 muertos y que duró 10 años.
Esta trágica anomalía del orden formalmente democrático del país, es un ejemplo claro de los riesgos y graves distorsiones que puede sufrir este orden cuando los partidos políticos que compiten por el poder no han renunciado del todo y definitivamente al uso de la violencia para imponerse sobre sus rivales. Es decir, cuando aún no han aceptado y reconocido de manera definitiva que sus adversarios políticos no son enemigos a destruir, sino solo rivales a vencer en las contiendas electorales.
Pero, además, así como en le esfera privada de las relaciones personales, la enemistad puede superarse mediante el diálogo en la esfera pública-política de los estados democráticos. Aunque aquí los miembros y dirigentes de los diferentes partidos y grupos políticos que participan y protagonizan la vida política no sean enemigos o no se declaren como tales, siempre hablan, dialogan o debaten entre sí en diferentes escenarios, especialmente en el de los órganos legislativos, sobre los múltiples problemas que afectan a las instituciones y la sociedad y sobre el contenido de las propuestas y proyectos de ley o medidas concretas que presentan para resolverlos. Por eso el debate público, como una forma del diálogo que llevan a cabo, se convierte en otro aspecto central de la política en estos estados. Por esta razón, el contenido esencial de la vida política no se debilita o desparece, como lo manifiesta Schmitt, sino al contrario se fortalece y amplía. Es un contenido que a su vez complementa el otro aspecto esencial de la vida política, que es la contienda que libran estos partidos cada cierto tiempo para conquistar los votos de los ciudadanos. Y lo complementa porque esta contienda electoral presupone la discusión pública que llevan a cabo los candidatos y dirigentes de estos partidos sobre los puntos de vista y las propuestas que presentan para afrontar y resolver los problemas comunes; sin esta discusión o debate público no es posible esta contienda. Por eso estos dos aspectos complementarios, que forman la vida política en los estados democráticos modernos, son los que mejor y más adecuadamente revelan la esencia del político mismo, los que definen y constituyen su ser.
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