Todos sabemos contar un cuento. Una buena historia con la cual entretener a nuestro interlocutor, hacerle reír, llorar, sospechar, pensar. Definir qué es un cuento, empero, resulta un poco más complicado. Una y otra vez intento versiones que lo único que hacen es poner en evidencia mi estado de ánimo o mis circunstancias: el cuento, pienso mientras trabajo en el jardín, es una semilla alada que llega de casualidad a un narrador y que, tras muchos días de rondar por sus ideas, sus sueños y su memoria, germina y florece, investida de capas insospechadas y sobrepuestas de significados, incluida la estética. Sin embargo, si voy manejando en el tráfico, también puede ser un encuentro en una intersección de caminos, un tropiezo en la oscuridad, un cruce remoto de miradas, un accidente, un deceso, un niño mendigo, una injusticia, una contradicción. Cuando estoy en la cocina, pues la alegoría deviene natural, un cuento resulta una vistosa ensalada de verano, un recado exquisito y misterioso o el extremo creativo de una comida preparada a pesar de la escasez de la despensa. Y así, me seducen los buenos narradores, los juglares natos que embelesan con sus cuentos de ocasión.
Mamá tiene muchísimas historias en el libro inmenso de su corazón, y después de vivir 63 años junto a ella, considero que me las sé casi todas de memoria y así, en ocasiones, se me antoja una especial. “Mira, Mamita, ya no me has contado el cuento de los espantos de la Barranquilla…” Lo mismo me sucede con Luis Aceituno, un narrador asombroso con una vocación por el sentido del humor capaz de arrancarle sonoras carcajadas a la mismita Llorona. “Oye, ya no me has contado la historia de cuando llegaban los gitanos a La Antigua…”
Me enamoré de los cuentos, como muchos, escuchando a mis abuelas y a mis padres relatar largas cavilaciones nocturnas que daban cuenta de sus impresiones sobre la vida, sus fracasos amorosos, sus enredos, sus dudas, sus deseos no cumplidos, entre otras menudencias, entreveradas en cuentos que yo creía pertenecientes a sus lugares de origen. Nunca imaginé que muchos de ellos eran mitos clásicos encauzados hacia el folclor por las gentes sencillas de la provincia de Guatemala. Muchísimos años más tarde, por ejemplo, en la clase de literatura griega, me enteré del mito original de donde había arrancado la historia aquella de mi infancia en que un chucho negro y furioso de tres cabezas guardaba la puerta del cielo, miraba con sus ojos de brasas y una niña traviesa lo vencía con sus canciones y le daba de comer unas bolitas de miel.
La vida se va complicando con el tiempo y así, las historias. Los cuentos van cobrando más y más seducción y complejidad, y se tornan verdaderos anzuelos para que una se quede ahí sentada, deje pasar la infancia al aire libre, pelota, cuerda y bicicleta incluidas, sin ningún remordimiento, y se arrebuje en un sillón a conversar con Aladino, Scherezade y Alí Babá, a descubrir de la mano de Grimm y de Andersen el mundo de las hadas, de la de Swift, las batallas de gigantes y de enanos, los dilemas femeninos de Louis May Alcott, las historias extraordinarias de la Biblia, los relatos sublimes de Corazón y un poco más tarde, termine subyugada por una que otra narración extraordinaria de Edgar Alan Poe, se pierda en una isla en busca de un tesoro, viva en carne propia aventuras mosqueteras, pierda el sueño esperando la visita de algún Drácula o abandone la realidad para sumergirse por completo en los peligros de un viaje hacia el centro de la Tierra.
Los cuentos son capaces de cambiarnos la vida. Por lo menos, lo hicieron con la mía. Y a menudo reflexiono sobre el origen de su fuerza y de su embrujo. Un cuento que enamore debe poseer un impulso que se origine en la conciencia del autor y que venga a mezclarse con la nuestra, con el ánimo de sus lectores. Para mi gusto, debe tener su dosis justa de sentido del humor que puede traducirse en ironía; en especial, me gusta que tenga múltiples lecturas, a lo Quiroa. Me apetece que un cuento me interpele, me inquiete, me haga titubear, aunque sea por unos segundos, antes de regresarme a la seguridad de mis certezas. Un buen cuento –como un buen hombre– debe quedarse en la memoria y en la fantasía por mucho tiempo, si no en la totalidad de su argumento, por lo menos, en una sensación, en una imagen, en la sacudida de la primera lectura o impresión, como la angustia que aún siento y me provocó Los siete mensajeros de Dino Buzzati o El oso de Faulkner; la admiración por El eclipse de Monterroso y el primer capítulo de El señor Presidente de Asturias; la ansiedad que me planteó El beso de Chejov; el ritmo que me instaló dentro la lectura de Bienvenido Bob de Onetti; o la perplejidad que me produjo El ahogado más hermoso del mundo de García Márquez.
Capote y Faulkner planteaban que el cuento era el más difícil de los géneros en prosa y estoy de acuerdo con ellos. En primer lugar, el oficio más cruel que conozco es el de trabajar un cuento. Esa “limpieza” necesaria después de escribir el primer borrador requiere gran valentía de parte del cuentista. Con frecuencia, los aprendices de narradores nos enamoramos del relato que recién decantamos y entonces la tarea de autoedición se vuelve muy difícil. Numerar esos párrafos y analizarlos “a sangre fría”, a decir de Capote, cambiarles el orden inicial, descartar algunos sin lástima…, eso es algo que no todos estamos dispuestos a emprender. Por otro lado, ahí en el cuento deben quedar algunos de nuestros sueños, ideas y sentimientos, pero sin que se noten del todo, como si fueran rasgos aleatorios de los personajes. Y a esa tarea se refería Kundera con construir personajes en la narración tal como si fueran egos experimentales. Esa ambigüedad es difícil de construir. Ya lo decía Philip K. Dick, “la novela es el laboratorio, el cuento es el experimento”.
Si alguien quiere conquistar al mundo, solo tiene que contarle un cuento. Pero no puede ser uno cualquiera. Y es que solo los buenos relatos nos absorben de manera total. Tienen la capacidad de hacernos cruzar un umbral e instalarnos en una realidad completa, total, perfecta, en donde cada elemento del decorado, cada rasgo de cada personaje, cada palabra, cada silencio cumple un propósito. Poe y Quiroga, si no mal recuerdo, gustan de empezar las historias por el final. Cortázar convierte a los lectores en sus cómplices: todos terminamos ahí varados, conversando con él en un atasco de carros, en una autopista hacia el sur. Carver nos deja con la boca abierta de perplejidad, casi enojados con él, debido a las situaciones límite en que sitúa a sus personajes y sus finales abiertos. Hemingway nos introduce como quien no quiere la cosa a una atmósfera cotidiana, pero muy honda de la condición humana. Recuerdo el primer cuento que leí de él, Un lugar limpio y bien iluminado, de cuyo efecto en mi adolescencia suelo acordarme. Y así, la suma de trascendencias de tantos cuentistas en mí resulta cauda mayor que la de los novelistas. Y no es que no me agrade el género y no admire la capacidad de organización interna de una buena historia novelada. En términos generales, prefiero ese despliegue maestro del cuento narrado en una buena docena de páginas, con su dosis de poesía y referencias diversas, sus escasos y esenciales personajes y sus desenlaces de epifanía.
Y la nostalgia de mis días me llevan a un intento final. Un cuento es un conflicto que nos hace postergar el sueño, relatado con los efectos especiales suficientes para que no parpadeemos y contengamos la respiración para no perdernos una sola de sus palabras, construido con la economía de recursos de las abuelas que sobrevivieron a guerras, terremotos y pobrezas, que se extiende justo el tiempo en que unas manos sabias destrenzan y trenzan nuestro pelo antes de dormir, que nos hace preguntarnos las razones para que un perro ame el canto de una niña o unos caramelos de miel, que nos deje instalados en la conciencia simbolismos a comprender mucho tiempo después, en esencia, que nos herede significados a agradecer.
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