Como si las llamas que asolaban el bosque esa madrugada se estuvieran reflejando en su mente, Rebeca despertó sintiendo que la cabeza le ardía. Había un olor extraño en el aire, algo denso y malsano que volvía difícil respirar. Aún medio dormida bajó los pies de la cama y, llevada más por el instinto que por la conciencia, caminó hasta la ventana. Lejos, detrás de la oscuridad profunda del bosque, un resplandor se dispersaba en el cielo. Lo primero que pensó es que se trataba de la aurora que había visto tantas veces desde esa casa, siempre con la sensación de presenciar un evento frágil y excepcional, pero el despertador digital de su mesita de noche la sacó del engaño. Eran las 4:30, el sol no podía estar saliendo, no ahí, en esa región del mundo donde ella había decidido instalarse veinte años antes, dejando atrás toda una vida citadina, y donde el enamoramiento fulgurante por la naturaleza que la había hecho mudarse al campo, se había convertido poco a poco en una relación de largo aliento.
Recordó que dos años antes, los bosques cercanos habían sido estragados por el fuego. Su amiga Julia había perdido todo en los incendios y desde entonces vivía en el apartamento de su hijo en la capital del estado. ¿Y si un día sucede aquí también?, se había preguntado entonces y desde ese momento varias veces más.
Rebeca abrió la ventana. Con el oído y el olfato atentos, un animal en busca de indicios, trató de leer en el aire. No descubrió nada nuevo, excepto que el olor a humo se había intensificado y su sensación de peligro aumentó todavía más. Bajó las escaleras hasta la cocina y puso la cafetera en marcha. Nada mejor que un buen espresso para tomar decisiones. Luego encendió la radio para escuchar las noticias: los bomberos llevaban más de seis horas intentando detener las llamas que ya habían alcanzado el pueblo de Salina a 30km de donde se encontraba. Mientras el agua hervía, caminó hasta el clóset de la entrada, donde guardaba sus maletas. Sacó dos velices negros, y los puso al pie de las escaleras. Sólo después cortó una rebanada de pan y se sentó a desayunar para poder tomar sus medicamentos. El reloj de la cocina marcaba las 5:15 cuando volvió a su cuarto.
Aunque en su terreno seguía siendo de noche, el halo rojizo del horizonte había crecido un par de centímetros, y por encima de ella se adivinaban ya los colores del sol. Rebeca abrió una de las maletas y en ella guardó su ropa, dándose el tiempo de acomodarlo todo como cuando viajaba a Sedona para ver a su hija. Fue entonces, mientras repetía los gestos que de costumbre precedían al encuentro, cuando pensó en llamarla para decirle lo que ocurría. Pero era muy temprano, Natalia y su esposo debían estar durmiendo y, de todas formas, ¿qué hubieran podido hacer? Al que sí llamó fue a su vecino, un hombre mayor, no muy espabilado, que vivía con su mujer enferma y sus dos perros.
—Tenemos que irnos, Juan, el bosque se está quemando. No podemos perder tiempo.
En la otra maleta metió los documentos importantes, un sobre con dinero, un par de libros y vinilos. Descolgó los cuadros que había en su habitación y los apoyó en el muro frente a la puerta. Se dijo que lo que estaba haciendo era reunir los objetos que había ido recogiendo a lo largo de su vida, los vestigios de su historia, las pruebas de su paso por el mundo, para arroparse con ellos, como hacen algunos indigentes en los parques de las grandes ciudades. Rebeca buscó en su bolso las llaves de su desvencijada camioneta y apretó el seguro a distancia. La tranquilizó escuchar el pequeño bip, que confirmaba la proximidad de su automóvil, el único medio de transporte con el que podía contar en un lugar tan aislado. Afuera el sol no había terminado de salir. Una nube de humo se había apoderado del cielo e impedía detectar nada fuera de ella. Sin embargo hacía calor, un calor seco como el que llega a sentirse en una barbacoa a las que casi nunca iba, justamente porque odiaba las brasas, las cenizas y las humaredas. Guardó también su vieja libreta telefónica —donde seguía apuntando los números nuevos— y su celular con el que mantenía una relación bastante tensa: hacía mucho que la tecnología la rebasaba. Lo encendió una vez dentro del coche. La pantalla comenzó a iluminarse con una lentitud exasperante. No podía perder más tiempo, así que se bajó del auto para cerrar la reja. A esa distancia —unos doscientos metros— miró su casa y por primera vez desde que despertó se dijo que lo más probable era que nunca volviera a verla. Sintió una oclusión dolorosa en la boca del estómago, pero no se detuvo. Ahora lo único en lo que debía enfocarse era en escapar del fuego.
En la pantalla de su celular aparecieron cinco llamadas perdidas de su hija. Se sorprendió de que estuviera despierta tan temprano un sábado por la mañana. Deben ser las hormonas del embarazo, se dijo, o tal vez ya había escuchado las noticias. Aunque sabía que era absurdo se sintió culpable por asustarla, sobre todo en su estado, así que se limitó a escribir en mayúsculas: INCENDIO EN EL BOSQUE. ESTOY BIEN. CAMINO A LOA, aunque la verdad era que apenas estaba saliendo de casa.
En el cruce del sendero y la carretera, vio una fila de automóviles circulando en sentido opuesto. Uno de ellos se detuvo frente a ella. El fuego cortó el paso a la 70`, le advirtió un tipo flaco, probablemente menonita, a juzgar por la camisa a cuadros y el overol de mezclilla. Tuvimos que dar media vuelta. Nos dijeron que rodeáramos la montaña.
La cara del hombre tenía una expresión alarmada y estaba llena de hollín. Rebeca le dio las gracias y volvió a subir el vidrio para protegerse del humo, luego se incorporó a la fila. Lo importante era alejarse del bosque y llegar al desierto, refugiarse en esa tierra roja, como sobrenatural, donde nada puede inflamarse. Rebeca sintió que las llamas los estaban persiguiendo, a ella y a todos esos coches que avanzaban enfrente y detrás, y se preguntó, no sin un poco de azoro, si sobrevivirían. A unos metros de ahí, un grupo de ardillas corría velozmente, enfatizando aún más la lentitud de la fila. También ellas debían de estar aterrorizadas. No solo ellas, sino todos los animales y quizás, a su manera, también los árboles. Alguna vez había leído en un artículo de divulgación científica que en el bosque donde vivía se expandía bajo el suelo una enorme “masa clonal” constituida de álamos temblones, que llevaba en el lugar más de diez mil años y que, como su nombre lo indica, en vez de reproducirse como la mayoría de las plantas, replicaba partes de sí misma por medio de clonaciones. Lo que parecían ser árboles diferentes en realidad formaban parte de un mismo ser.
La fila avanzaba cada vez más lento. El aire se había teñido de negro y resultaba más difícil respirar. A pesar de ello, vio gente estacionarse a un costado del sendero y caminar con sus hijos a cuestas, pensando seguramente que así avanzarían más rápido.
A dos pasos de su coche, una adolescente se filmaba a sí misma con el celular, y en su voz alcanzó a escuchar la palabra “pánico” y “tragedia”. Qué loca está la gente, pensó Rebeca mientras se preguntaba para quién sería ese mensaje, y concluyó que seguramente el video no era para nadie en concreto, sino para ser colgado en Facebook o en otra de esas redes sociales —de las que ella se había prometido no formar nunca parte—, y ser visto después, cientos de miles de veces, cuando todo hubiera terminado.
La idea de su propia muerte no le era ajena: dos años atrás, poco después de los primeros incendios, había escrito un testamento dejándole a su hija la casa y el poco dinero que tenía en el banco. Siempre, desde que era niña, pensar en su propio cuerpo acostado sobre la plancha de un horno crematorio le había parecido escalofriante. La vida es irónica. La muerte también, se dijo. Decidió que si se iba a morir prefería hacerlo rodeada de árboles y no dentro de un coche. A unos metros de ahí se escuchó un estallido. Rebeca supo que era el momento de detenerse. Estacionó la camioneta y se puso a caminar bosque adentro. Poner los pies sobre la tierra la hizo sentirse en control. A fin de cuentas, ese era el lugar que había elegido hacía tiempo para pasar los años que le quedaban de vida. De pronto, su celular acusó con una campanilla la entrada de un improbable mensaje. Era Natalia. Su voz jovial y emocionada le resultó sorprendente, incluso dolorosa: “Mamá, el bebé es una niña. Quería decírtelo desde ayer, por eso te estaba llamando. Por favor maneja con cuidado.” Mientras caminaba con determinación sobre un montón de hojas doradas y secas, Rebeca pensó en esa criatura que estaba por venir al mundo. Quizás será su generación la que lo repare todo, se dijo optimistamente. Recordó que, desde hacía siglos, la costumbre en su familia era nombrar a los recién nacidos con los nombres de los que ya no estaban. Rebeca había sido también el nombre de su bisabuela, una mujer alta de ojos negros que posaba elegantemente en las fotografías junto a sus hermanos. Había llamado Natalia a su hija en recuerdo de su tía favorita. Calculó que, si no sobrevivía, muy probablemente su nieta llevaría su nombre. La primera Rebeca de este nuevo siglo. Volvió a escuchar el mensaje con la voz de Natalia un par de veces más y en sus labios se dibujó una sonrisa. A pesar de lo terrible que era, había algo conmovedor en todo eso: el mundo que ella había conocido se estaba terminando, pero de una manera orgánica y milagrosa también renacía.
*Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973) es autora de «El huésped», «El cuerpo en que nací», «Después del invierno» (Premio Herralde de Novela 2014), «La hija única» (finalista del Premio Booker Internacional 2023) y «Los divagantes», entre otras obras. Sus libros han sido traducidos a más de veinte lenguas.
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