Del vello dorado

El vello dorado sobre unos muslos color bronce, y en especial cuando asciende con primor hasta la curvatura del glúteo, es capaz de aturdirme a un grado sólo comparable al que vivió Arthur Miller cuando por primera vez desnudó a Marilyn Monroe y se preguntó: “¿Y todo esto es para mí?”.

Horacio Castellanos Moya

abril 7, 2024 - Actualizado abril 7, 2024

Que la belleza humana se expresa tanto en lo inaprensible como en la carne que se palpa es algo que nadie pone en duda, y que en cuestiones de gusto el pie de la amada que a mí me parece mayestáticamente bello al vecino sólo le produce repulsión por unos dedos tan feos es algo que también damos por supuesto, a Dios gracias, me parece, que cuando no se puede lograr el consenso más vale disfrutar el disenso. Pero reconozcamos que si se dejan a un lado los atributos del espíritu –¿dónde resplandece más la belleza humana, mi amiga, en la inocencia o en la viveza?– existen parámetros con los que medimos la belleza carnal de un hombre y de una mujer, y que los aplicamos casi siempre a las mismas partes del cuerpo de acuerdo con el género, se entiende, como unas piernas torneadas o los senos turgentes o el trasero redondo y alzado, en el caso de las mujeres, que es el que me compete, porque yo asocio la belleza con lo que despierta mi imaginación, y si alguien me habla de la belleza de un cuerpo de hombre quedo impasible, tan corto de gustos y entendederas dirán que soy. 

Y de los atributos de la carne quiero fijar hoy mi atención en uno de ellos, que no es precisamente carne pero que está pegadito a ella, que en verdad la adorna con delicadeza, y que no encontrando un solo sustantivo contundente llamaré el vello dorado, porque llamarlo pelusilla se me hace un poco rudo y abierto a otros significados. (Y aquí debo hacer un paréntesis para reconocer que a veces la lengua que uso se queda corta donde otra se alarga para tocar con más sugerencia la materia, como en este caso, en el que la lengua inglesa usa “peach fuzz”, es decir, la pelusilla del melocotón, lo que no sólo estimula las pupilas sino también las papilas, como diría Cabrera Infante).

Decía pues que contemplar ese vello dorado que se esparce por ciertas partes del cuerpo femenino es para mí motivo del mayor de los gozos, y que tanto lo disfruto cuando lo veo resplandecer en una espalda a lo largo de la columna, apenas sugerido en la estribación de las nalgas y cayendo como oro en polvo hasta la curva lumbar, como también lo disfruto cuando asciende desde el monte de Venus, salta el ombligo, y se difumina en el plexo solar, tal como lo contemplo ahora mismo en una foto que atesoro de la joven Carla Bruni, cuando se dejaba fotografiar como su madre la trajo al mundo, y que el lector comprenderá que lamentablemente no se pueda publicar.

El vello dorado sobre unos muslos color bronce, y en especial cuando asciende con primor hasta la curvatura del glúteo, es capaz de aturdirme a un grado sólo comparable al que vivió Arthur Miller cuando por primera vez desnudó a Marilyn Monroe y se preguntó: “¿Y todo esto es para mí?”. Claro que doy por supuesto que muslos y glúteos en sí mismos sean hermosos, aun sin vellos, y que estamos hablando de la tersura del terciopelo y no de esos pelos hirsutos que tanto le gustaba fotografiar a Edward Weston en las piernas de sus modelos, que para encontrar la belleza femenina en las piernas peludas se requiere otra estética de respaldo.

Pero no es el pelo rudo y silvestre el enemigo inmediato del vello dorado, sino los tiranos de la moda que han impuesto la depilación absoluta como en la guerra impusieron la tierra arrasada, y he aquí que donde antes hubo una alfombrilla de oro, que abría la imaginación a un ramillete de posibilidades, ahora sólo queda la piel desnuda y con suerte lustrosa, o con mala suerte parecida a la de un pollo recién desplumado. La tiranía de los dictaminadores del gusto es tal que cuando una bella artista se atreve a mostrar sus vellos aúreos y resplandecientes bajo la luz oblicua del sol, la prensa del cotilleo puede hacerla blanco de duras críticas, como si de un defecto se tratara.

Cuesta mucho que las chicas de estos tiempos se dejen ese vello, y a las que he preguntado por qué se lo depilan han respondido que a los chicos no les gusta, lo que me lleva a preguntarme qué clase de chicos serán esos que repudian la belleza humana donde con mayor fineza refulge, y también me digo que ellos no saben de lo que se pierden, pues no es lo mismo cabalgar en la tierra yerma y pelada que en la pradera cubierta de verde pasto o contemplando el “montón de trigo, cercado de lirios”, como llamaba el rey Salomón al vientre de su amada.

*Horacio Castellanos Moya (1957) es escritor salvadoreño, autor de trece novelas y varios libros de relatos y ensayos. Su primera novela, “La diáspora” (1989), obtuvo el Premio Nacional otorgado por la Universidad Centroamericana (UCA) de El Salvador. Luego escribió “El asco. Thomas Bernhard en San Salvador” (1997), novela que dio lugar a controversias y amenazas que lo obligaron a abandonar su país. Actualmente reside en Estados Unidos y es profesor en la Universidad de Iowa. Ha sido traducido a quince idiomas, y entre sus últimas obras publicadas destacan las novelas “Moronga” (2018) y “El hombre amansado” (2022).

Etiquetas:

Todos los derechos reservados © eP Investiga 2024

Inicia Sesión con tu Usuario y Contraseña

¿Olvidó sus datos?