De los que vienen y los que se van

Irse, en las condiciones que sea, es un acto de profundo coraje. Quienes nos quedamos debemos una disculpa a aquellas personas valientes que han huido porque el país nunca les pudo dar otra alternativa.

José Javier Gálvez H.

septiembre 8, 2024 - Actualizado septiembre 7, 2024

“Quizás no se trate de si los migrantes trajeron beneficios o problemas a las ciudades a las que huyeron, o de si fueron empujados o atraídos hacia sus destinos, sino de cómo reunieron el valor para irse en primer lugar, o de cómo encontraron la voluntad de seguir adelante a pesar de las fuerzas en su contra y la fe en un país que los había rechazado durante tanto tiempo.” – Isabel Wilkerson, The Warmth of Other Suns 

Una conversación sobre la migración nunca es nueva porque viajar, moverse, trasladarse, es algo tan antiguo como la humanidad misma. Aún así, pareciera siempre generar nuevos escozores y alergias. Sin embargo, en lo personal estos días he reflexionado mucho acerca de las partidas y de las llegadas, por lo que este es un pequeño homenaje a quienes se han ido y a quienes apenas están llegando a un país que pareciera no estar hecho para quedarse.

Desde el año pasado, pero con más intensidad este año, un número preocupante de mis amigos más cercanos se han ido del país para continuar sus estudios de posgrado en el extranjero. Aunque me llena de orgullo rodearme de gente con los méritos profesionales y académicos suficientes para destacar en las mejores universidades del mundo, también me entristece su lejanía porque por encima de todo, son mis amigos por sus cualidades humanas.

Estas partidas implacables modifican sin remedio los días, los planes, los afectos. Pienso en lo que escribió Joan Didion al inicio de El año del pensamiento mágico: “La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida tal como la conoces se acaba”. Como si nada, los que se van inician algo nuevo, pero los que quedamos también debemos reconstruirnos con menos piezas.

Agradezco profundamente -porque otra cosa sería insensible- que sus partidas sean temporales (lo digo con esa esperanza), en condiciones favorables y con la convicción de regresar a poner a disposición de un futuro mejor las habilidades adquiridas. 

A otros miles no les toca así. Algunos son perseguidos por un aparato judicial puesto a disposición de la sed de venganza e impunidad de los poderes políticos y económicos tradicionales, y otros obligados por la única esperanza de una vida digna que no puede darles el país en el que nacieron, aunque no lo hayan escogido así.

En diferentes medidas y con comodidades abismalmente distintas, esas partidas comparten el principio básico de toda migración: buscar una vida mejor. 

Pero en el mismo periodo de tiempo que yo atravieso estas emocionales despedidas, Guatemala se convierte también en un país que no solo expulsa, sino que recibe. Esta semana damos la bienvenida a 135 exiliados nicaragüenses excarcelados pero expulsados por el terrible régimen orteguista.

La llegada de 135 personas exiliadas por un régimen autoritario, que ha arrebatado la libertad a millones, también es un inicio. Entre aquellos que recibimos hay profesores universitarios, religiosos, y muchos otros cuyas identidades aún no son conocidas. Aún así, esas cátedras, esos ministerios religiosos y esas identidades, cualesquiera que sean, han sido arrancadas de un rumbo conocido para ser dispuestas en una realidad totalmente diferente a cambio de una libertad que su propio país no les ha querido dar.

Insisto que esa realidad no es totalmente ajena a la nuestra. Mientras los exiliados políticos nicaragüenses vienen, muchos aquí huyen de otro tipo de autoritarismo igual de dañino, igual de corrupto, igual de letal. El uso del aparato de justicia para perseguir enemigos tiene un espíritu no demasiado alejado de aquel de la dictadura en Nicaragua.

Los artífices detrás de esas partidas han roto sueños y familias con tal de mantener en impunidad a quienes deberían estar tras las rejas porque, para empezar, nunca debieron haber ostentado el poder. 

Irse, en las condiciones que sea, es un acto de profundo coraje. Especialmente cuando se trata de personas obligadas a huir por sus contextos. Quienes nos quedamos debemos una disculpa a aquellas personas valientes que han huido porque el país nunca les pudo dar otra alternativa.

A mí la vida, quizás como una maldición, nunca me ha permitido permanecer impasible ante las cosas que pasan a mi alrededor. Me conmueve profundamente y me enorgullece que nuestro país abra las puertas a quienes han tenido que irse del suyo, al mismo tiempo que me entristece que muchos tengan que irse y tantos otros lo decidan porque es la única forma de buscar un futuro mejor.

En cuanto a mis amigos que se han ido estos meses, quizás estas palabras sean mi humilde forma de agradecerles lo que significan en mi vida, pero también hacerles saber que el privilegio de irse en las condiciones en que lo hacen implica un compromiso que confío en que llevarán con responsabilidad, para construir un país del que no haya que huir.

Guatemala no es solo la suma de los guatemaltecos que permanecemos, es también todos aquellos a los que ha recibido y todos aquellos de los que se ha despedido, con la esperanza de ser un hogar para quienes lo buscan y para quienes lo añoran.

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