De ascensos que no suben a ninguna parte

El poder que no salva distancias ni cierra brechas no es un poder democrático.

José Javier Gálvez

febrero 9, 2025 - Actualizado febrero 8, 2025

En todos lados leemos sobre el “ascenso” de la ultraderecha. En Argentina, en Estados Unidos, en Italia, quizá pronto en Alemania. En todos lados lo leemos con alarma. Nos preocupa el avance de lo que creemos que es un fascismo que aseguramos no entender. Nos parece lejano, hasta que un líder de ultraderecha es aclamado popularmente y recibe un abrumador apoyo electoral. ¿Tantos fascistas había en ese país? ¿Tantos hay entre nosotros?

No, la verdad es que no. El problema no es que el fascismo se multiplique o que de pronto haya más personas dispuestas a abrazarlo. El problema es que, en tiempos de crisis, el autoritarismo se disfraza de alternativa. Dice Franco Berardi que el punto de partida de esta generación es la impotencia del poder político. Que el fascismo contemporáneo no es un fascismo de convicción, sino de desesperación. Miles de jóvenes sin empleo, atrapados en enormes olas de depresión y ansiedad, con la certeza de que no tienen futuro. No son jóvenes fascistas, según Berardi. Son jóvenes impotentes. Y la impotencia, cuando se vuelve insoportable, busca respuestas en la promesa de fuerza, de orden, de control.

Aquí está el problema central: no es que el autoritarismo esté en ascenso, es que el fracaso de la política tradicional lo vuelve atractivo. Pierre Rosanvallon lo explica con su idea de democracia de la desconfianza. La crisis de representación genera sociedades donde la ciudadanía ya no cree en los partidos políticos ni en el sistema democrático, abriendo paso a liderazgos autoritarios que prometen «limpiar» el desorden.

El poder que no salva distancias ni cierra brechas no es un poder democrático. Porque la democracia, en su mejor versión, debe servir para eso. Así que si miles de personas —jóvenes, sobre todo— ven en el extremismo una solución a sus problemas, no es porque sean extremistas, es porque están extremadamente desesperados. Y la desesperación, cuando no encuentra salidas, siempre elige lo que promete certezas, aunque esas certezas vengan con menos derechos y más sometimiento.

Alexandr Matovski, en Popular Dictatorships, lo explica con claridad: los líderes autócratas no llegan al poder en contra de la democracia, sino a través de ella. No se imponen con la fuerza desde afuera, sino con el respaldo popular desde adentro. Porque cuando el sistema democrático falla, cuando la desesperanza se instala, el orden y la disciplina empiezan a parecer más importantes que la libertad.

Por eso, cuando leo sobre el “ascenso” de la ultraderecha, no siento que estemos subiendo o bajando, sino caminando en círculos. Enzo Traverso dice en Las nuevas caras de la derecha que el fascismo contemporáneo no es una repetición exacta del pasado, sino una adaptación a la era de las redes sociales.

La democracia, es verdad, es menos un sistema de gobierno que un ejercicio constante de resistencia. No es la ausencia de conflictos, sino la construcción de espacios donde puedan resolverse sin violencia ni exclusión. No es un pacto inamovible, sino un terreno en disputa.

Dice Beatriz Sarlo que un país es más democrático cuando es más plebeyo. Por eso, cuando la desesperación no encuentra respuestas, la democracia deja de ser una promesa y se vuelve una sospecha.

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