Rodrigo Lira titula así uno de sus poemas, del que transcribo un breve fragmento:
“Aunque cabe la posibilidad de que sea mejor
no hacer nada
nada hacia la izquierda
nada hacia la derecha
nada hacia adelante tampoco, más aún,
especialmente, nada hacia adelante
(…)
está la historia
están las bayonetas de la historia bajo las banderas de la historia
está la sangre en las bayonetas de la historia bajo las banderas de la
historia
(…)
O sea que en resumen habría que morirse sin alharaca
sin pánico cundiendo ni cúnico pandiendo ni púnico candi endo
suave, callado el loro
morirse
o quedarse en la vereda como un pedazo más grande que el promedio
de basura
saboreando algo así como un candi masticable o un goyak
y hasta incluso un caramelo bueno, de Serrano, o fino,
de Ambrosoli,
pero muriéndose,
muriéndose sin alharaca,
muriéndose.”
Lira confronta con el vértigo de hacer nada, de ceder al absurdo, de observar el paso de la historia con sus banderas y bayonetas, y simplemente “quedarse en la vereda”. Es un poema sobre la inercia, pero también sobre el peso de la historia y la insignificancia personal frente a ella.
Lo personal, dice Pierre Bourdieu, es social, porque es producto de la misma historia colectiva que se deposita en los cuerpos y las cosas. Nuestras acciones —y nuestras inacciones— están moldeadas por el entorno, que opera desde las estructuras invisibles que nos rodean. Así, lo que parece individual, incluso el quedarse inmóvil, no escapa a lo social, porque es una respuesta (o una falta de respuesta) al entramado colectivo que nos constituye.
Lira propone con ironía una “no-acción”. Pero, ¿qué significa no hacer nada en un mundo donde toda decisión, incluso la de no actuar, contribuye a dar forma al entorno? Quizás es esto lo que vuelve tan inquietante su propuesta: la inacción como la expresión más radical de nuestra participación en el mundo.
En The Departed, el personaje de Jack Nicholson dice: “No quiero ser un producto de mi entorno, quiero que mi entorno sea un producto de mí”. Es una declaración de agencia, de control absoluto. Sin embargo, la paradoja de esta afirmación está en que nadie, ni siquiera los que toman las riendas de su destino, escapa al entorno del que proviene. Dice Duchamp: “los que miran son los que hacen los cuadros”. Hasta la pasividad —observar, no intervenir, no decidir— termina configurando la obra, configurando paradójicamente la realidad.
Lira, Nicholson, Duchamp y Bourdieu confluyen en este punto: lo que hacemos y lo que no hacemos importa. Pero más inquietante aún es cuando quienes deben actuar —los que portan no las bayonetas, sino las plumas, las carpetas y las credenciales— optan por no hacerlo. La inacción de quienes tienen las herramientas para incidir, para desatar nudos, para enderezar caminos, se siente como una traición sutil, pero devastadora.
Arriba, donde las decisiones se gestan y las historias se trazan, el peso de la inacción no es evidente al principio, pero su sombra se alarga. Se multiplica en los intersticios de los procesos, en los tiempos muertos de las mesas de trabajo, en el eco de las palabras que nunca se convierten en hechos. Es un suspenso que no construye, una pausa que alimenta un ciclo de inmovilidad, mientras el mundo arde silenciosamente en las esquinas.
Cada acto que no ocurre deja un vacío, y los vacíos no son espacios neutros: son trampas que la historia llena con lo peor de sí misma. Lo que no se decide no desaparece; se transforma en lo que otros toman, deforman, despojan. El enemigo, que lo es común y persistente, no necesita puertas abiertas; le basta con encontrar las que nadie se atrevió a cerrar.
Tal vez no hace falta una gran ruptura para frenar el curso de una nación. Solo se necesita la inercia en quienes deberían actuar: los gestos que no llegan, los compromisos que se aplazan, los minutos que se diluyen en excusas. No se trata del estruendo de un dictador, sino del murmullo constante de un sistema que se acomoda al silencio.
El tiempo perdido no es un silencio suave; es un ruido contenido, como el del papel que se apila en escritorios olvidados, como el del reloj que avanza mientras los problemas germinan. Lira, en su poema, nos invita a considerar la posibilidad de morir sin alharaca. Pero aquí, la inacción no es quietud ni poesía: es el terreno fértil de lo que nos devora.
Actuar no es un acto de heroísmo grandilocuente, sino de enfrentamiento sereno contra lo corrosivo. Contra lo que se infiltra y desgasta en cada aplazamiento. Sin acción, no hay historia que escribir ni presente que sostener. Y al final, el país que no se moldea a tiempo solo se convierte en un paisaje que otros habitarán, dejando a su paso lo que nunca quisimos que nos definiera.
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