El primo Bernardo (Memorias de Antigua)

Su lenguaje era modernista, acolochado y rimbombante, propio de su tiempo, admirador de los poemas de Ismael Cerna y de la declamación de Augusto Meneses, improvisador en los brindis, creyéndose iluminado como el bohemio puro. Nos parecíamos, aunque yo andaba con los zapatos raspados en las puntas.

Méndez Vides     octubre 13, 2024

Última actualización: octubre 12, 2024 8:20 pm

En el cuarto de los chunches y telarañas descubrí en mis incursiones de ocio por el viejo caserón de la primera avenida, un álbum desordenado con tarjetas, telegramas, recortes de noticias de los diarios y retratos de diversas épocas, en cuyas imágenes me puse a husmear, deteniéndome en los rostros de tías, primos, entenados y amigos, al lado de extraños.   Allí estaba en mi propia casa, fotografiado en blanco y negro, el atleta Bruce Benett (aka Herman Brix) con taparrabo y cuchillo, pelado y descalzo, haciendo el papel de Tarzán con su chimpancé Chita tomada de la mano, sonriendo recto como una tabla de construcción en el patio principal de la casa  amarilla, debajo del naranjal, con las camelias blancas al fondo y el muro tupido de uña de gato, para cuya toma se negaron a posar mis abuelos y mi madre niña, aunque el hecho fuera una deferencia del productor para agradecer las bancas prestadas para la filmación de la película en las ruinas llenas de yerba del templo de San Francisco, que en la narración atribuyó el narrador a la civilización Maya.  

Entre tales caras manchadas de humedad, me topé con un sobre lleno de imágenes pertenecientes al malogrado primo Bernardo.  En la primera estaba hablando por el micrófono de la cabina de la radio TGW, con Miguel Ángel Asturias a su lado, el ganador del Premio Nobel con la novela que ya tenía escrita y escondida en un hueco de la pared de su dormitorio, cuando ni se imaginaba lo que sucedería en los años de moda de la carrera espacial.   La abuela contaba una y otra vez en las reuniones familiares, con admiración y cariño, lo próximo que ellos dos habían sido en la época del General Jorge Ubico, por bohemios, porque eran ingeniosos y bolos alegres, porque les encantaba beber ron en las cantinas de la periferia comiendo tortillas con chorizo, chirmol y aguacate.  

—Un año vinieron los dos al Liceo, y declamaron poemas de memoria, el primo Bernardo una historia criolla sobre un crimen pasional a la orilla del río, y Miguel Ángel, su Tecún Umán, el de las plumas verdes, verdes. 

A la literatura se había debido su desgracia, explicaba con lujo de detalles la abuela, porque el primo tenía futuro, era muy querido en los paseos a la finca familiar en Jalapa, en aquel pueblo donde si uno cerraba los ojos en la entrada y daba tres pasos, al abrirlos aparecía transportado a la salida hacia Esquipulas.   Lo describía como alguien brillante pero normal, que tocaba guitarra y cantaba en las excursiones a las cataratas, donde se bañaban desnudos en la poza, se asoleaban y deshacían luego el camino por tierra reseca, cactus, ortigas y alacranes, evitando las rutas y el horario de los cuatreros.   Era amigable, pero cuando se juntaba con los poetas se transformaba en machista, se excedía en todo y, como era galán labioso, no le faltaban amores.   

Miguel Ángel Asturias en el Diario del Aire

El primo Bernardo tuvo mala suerte.  Durante una exposición ganadera se quiso lucir montando un potro arisco, para demostrar que el terno no lo había debilitado, ni contagiado de ciudad.   El vino lo entusiasmó, y como sabía montar hasta dormido, aligeró la rienda sin contar con el resplandor del sol del mediodía reflejado en las láminas de zinc que deslumbraron al caballo que lo mandó a volar.   Bernardo se dio contra la barda, se aferró a la madera, pero la cabeza topó con la punta de una piedra en el suelo, pequeña pero asesina.   Le hubiera dado tanto gusto observar el gentío en su despedida en el cementerio, lamentando la pérdida con tristeza, todos vestidos de negro impecable, con sombrero y corbata los hombres y pudor las mujeres.   Sus tres amantes lo llegaron a despedir y no tuvieron empacho en mantenerse juntas para compartir la pérdida llorando, porque entre ellas se comprendían y lo iban a extrañar.  

Cada aniversario lo recordaban en el Liceo con actos y concurso de declamación y oratoria.   En aquellas fotos descubiertas se notaba tan lleno de vida.   Hubo quienes comentaron después de su despedida que los poemas de Miguel Ángel Asturias eran en realidad suyos.   Fui al baño y me observé reflejado en el espejo, poniendo su retrato al lado de mi rostro, uno de cuando él tenía mi edad.    Nos parecíamos, aunque yo andaba con los zapatos raspados en las puntas, y él cuidaba tanto su presentación, aunque vomitara con frecuencia en las fiestas.

Guardé su retrato entre mis libros y cuadernos, y me hice el propósito de terminar de cumplir la tarea del primo, a quien un caballo y una piedra le habían arrebatado la oportunidad.

Su lenguaje era modernista, acolochado y rimbombante, propio de su tiempo, admirador de los poemas de Ismael Cerna y de la declamación de Augusto Meneses, improvisador en los brindis, creyéndose iluminado como el bohemio puro.   Ya, para entonces, eso no se acostumbraba, así que probé escribir una novela a mano, que luego mecanografié con dos dedos en la máquina Royal, en medias páginas y ambos lados, tipo libro impreso, aunque con grandes espacios entre líneas y pocas palabras.    La historia inventada se desarrollaba en La Antigua, con neblina falsa, luchadores enmascarados, mucha lluvia y los relojes del Palacio del Ayuntamiento y del Arco de Santa Catalina marcando horas distintas para confundir la investigación del supuesto suicidio de una joven cuyo cuerpo apareció sin vida en la bañera de su casa, con el agua helada de la regadera corriendo.    Puse la obra en un sobre para enviarla por correo y probar suerte a los doce años en México, a la editorial que publicaba historias sagradas, para lo que tuve que acudir a la abuela, a quien pedí dinero para las estampillas postales.  

—¿Qué es esto? —preguntó ella alterada, con los anteojos amarrados a una pita para no perderlos, luego de leer el nombre del editor y el país vecino.

—Una novela de misterio.

Cerró los ojos y respiró profundo, me imagino que lo que duró su silencio estaría rezando, como lo hacía a diario en su sillón al lado de la cama, en San Francisco temprano en la mañana o en la Catedral al atardecer.   No se opuso ni se burló, me dio un billete que alcanzaría para el envío y para comprar cerveza.   

Fue como lanzar los dados y, quizá por la emoción, me quedé profundamente dormido en la cama, con el sobre al lado, y me pasé de largo la hora de la ceremonia de la cena, del plato en la mesa, los cubiertos. Desperté como sonámbulo, sin mi original que fui a buscar al comedor, para descubrirlo abierto sobre la mesa mientras mis familiares conversaban al respecto.   Estaban hablando de mí y de la obra.  Me contuve de reclamar cuando escuché que estaban proponiendo acciones para sacarme del cuerpo la maldición del primo Bernardo.    

—Vamos a Los Aposentos, donde la bruja Reina, para que le haga una limpia con hojas de chilca.

La laguna del parque Los Aposentos era inmensa, con cisnes blancos nadando alrededor de la isla a donde se llegaba por un peligroso puente de madera.   Yo acababa de pasar regresando de una excursión al lago de Atitlán.   Nos detuvimos para estirar las piernas, conocer el paraje y que tomaran agua mineral gaseosa con gotas de limón aquellos que habían vomitado.   Yo estaba impresionado, así que me aproximé al profesor para recomendarle que nos pusiera de tarea escribir una composición sobre nuestra experiencia en el viaje o específicamente describir las cualidades de la laguna de los cisnes.   

—Vean para allá —señaló el profesor Mario—, detrás de los pinos están las cabañas que alquilan las parejas anónimas, al lado de las casetas donde venden licor.   Esto es Sodoma y Gomorra.

Al centro de la mesa, ya sin migas de pan ni tazas de café para leer los rescoldos, estaba viva mi novela El Profesional, con marcas entre las páginas señalando pasajes, de lo que supuse que ya la habrían leído y comentado en voz alta.

—Esta voz no es la suya —dijo la abuela—, sino la de Bernardo, así que no podemos hacer nada.

—¿No será que él descubrió el texto entre los papeles viejos del primo Bernardo en el escritorio y lo está plagiando?  

En tal caso no habría desdoro, sino listura.  Pero el peligro era más poderoso.  Continué escuchando y observando lo que ocurría desde el patio en tinieblas, a través de una de las ventanas de sube y baja que da a los rosales, amparado así de sus miradas y juicio.

—Pues yo lo encontré sacando del aparador de los platos, donde se guardan bajo llave los licores —dijo mi hermana, hablando en voz baja para que la delación fuera más secreta— una botella de aguardiente de tapadera roja, y se la empinó. 

—Pues yo hubiera jurado que iba a ser sacerdote —dijo la abuela— o maestro, como José Martí.

La única carrera que no se me hubiera pasado por la cabeza es medicina, aunque me impresionaba mucho el edificio del Paraninfo, con las columnas de cemento y las aulas inclinadas de antes.

Tarzán (Herman Brix) y Chita durante la filmación de The New Adventures of Tarzan, Antigua Guatemala, 1935.

Devolvieron el texto original al sobre y lo sellaron, para su envío al día siguiente, porque nadie se iba a oponer al cumplimiento de la voluntad del primo o mía, iban a devolver el objeto al lado del durmiente, así que corrí y fingí con hambre que roncaba.    El envío se logró tal y como como estaba planificado, a medio día llegué a correos y telégrafos y observé como pesaban el paquete y pegaban los sellos.

Semanas más tarde llegó el cartero con un sobre aéreo dirigido a mi nombre, con los colores verde y rojo de la bandera mexicana en los bordes.   Leí el rechazo de inmediato, con la respiración agitada y la decepción que entonces me significó, jurando que el primo Bernardo me las debía y que a partir de ese momento acababa de llegar al final de su segunda vida, porque yo no quería saber nada más de él.   Fue como si el caballo lo hubiera tirado dos veces contra el cerco.  

Hurgué entre las fotos nuevamente, y en una de esas se me voló la de Tarzán, que debe de haber caído entre las cajas de cartón cerradas con lazo de maguey.   Las del primo Bernardo las preservé escondidas, en la caja donde se almacenan las bombas impares o rotas de Navidad, pastores, ovejas rencas y brichos desplumados.

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