Miguel Ángel Asturias en el último portón (I)

Fernando González Davison     junio 11, 2024

Última actualización: junio 10, 2024 5:23 pm
Fernando González Davison

En medio de la noticia actual sobre la pronta repatriación de los restos de Miguel Ángel Asturias (MAA) a nuestra tierra me han venido recuerdos memorables de hace cincuenta años cuando lo visité siete veces desde fines de 1973 hasta principios de 1974 en la Ciudad Luz, pues había llegado con una beca del gobierno francés para estudiar sociología en la Universidad de París. Cómo no recordar su figura campechana y la sonrisa de Blanquita, los dos muy cariñosos, cuando los visité en su apartamento en Rue Saint Ferdinand, o cuando yo acompañaba a Roberto Asturias en su viejo Citroen deux chevaux, que parecía una lata vieja, que lo llevaba a palacetes donde un elegante y altivo mayordomo abría la puerta del cacharro y el Nobel se apeaba para asistir a una recepción cuando no iba en compañía de su esposa…

          Tras la muerte del notable MAA en el hospital La Concepción, el 9 de junio de 1974, en Madrid, fue embalsamado y llevado al aula magna de la fundación Jiménez Díaz, para recibir el tributo de los intelectuales madrileños, estando allí presentes su esposa Blanquita, su hijo Miguelito y Nora su esposa. Luego, un avión los llevó a París  siguiendo los deseos de él y de su esposa Blanca, donde fue velado en la bella iglesia La Madeleine, muy parecida al Partenón griego, fría y oscura, donde concurrieron con lleno total su esposa Blanquita acompañada por Miguelito y Nora y centenares de personalidades de la cultura europea, su secretario Amos Zegala, la esposa de Rodrigo Asturias, mientras hacíamos guardia a su féretro Roberto Asturias Zamora, René Poitevin, Luis Alberto Padilla, Oswaldo Mazariegos, su médico de cabecera, Roberto Cáceres, Guillermo Paz, Dina de Paz, Laura Hurtado, Celeste Aída Meneses y mi persona, más cinco guatemaltecos, ninguno de la embajada de Guatemala, pues Asturias había renunciado como embajador a la llegada del coronel Carlos Arana Osorio a la presidencia. No eran los doscientos guatemaltecos que asistieron al funeral de Enrique Gómez Carrillo, como Asturias me lo dijo una vez y ya veremos por qué. Se dieron sendos discursos laudatorios. Los principales diarios franceses daban las noticias en la primera página como si fuera uno de sus hijos ilustres. Sus restos se quedaron allí  en una cripta varias semanas hasta que Amos Zegala tramitó su traslado al cementerio de Pere Lachaise, y quedó ubicado a media cuadra de la tumba de Enrique Gómez Carrillo, Marcel Proust, Molière, Óscar Wilde, Honorato de Balzac… También se encargó de donar los documentos, libros y papeles del Nobel a la Biblioteca Nacional francesa.

          Realmente imagino que la decisión de sus familiares de trasladar los restos de nuestro Nobel a Guatemala no pudo ser fácil, pues dejará de estar al lado de tan ilustres escritores. Pero, al conocer su amor por su patria, sé que él y Blanquita estarían de acuerdo, pues ella me confesó en el funeral de su esposo que él le había dicho que sus restos solo podrían volver a Guatemala si existía un gobierno democrático. Así, festejo que Asturias se haga presente en espíritu en nuestra lucha por la democracia, como siempre lo manifestó, en especial luego del derrocamiento de Jacobo Árbenz, como tantos demócratas de su generación que padecieron el exilio. Esa lucha continúa acá contra el dinosaurio que, si bien quedó maniatado por el poder de los votos del año pasado, sigue dando coletazos que restringen el mandato popular dado en las urnas.

           El relativo frescor de estas líneas se debe a que lo escribí a manera de diario sobre las pláticas que sostuve con él en 1973. En octubre tomé la decisión de visitarlo para pedirle un favor, como me lo sugirió el poeta Roberto Armijo, quien me quitó los prejuicios de la izquierda radical sobre su fluidez política pues comprobé que no eran ciertos, pues su verbo era en contra de las dictaduras, incluyendo la URSS, a pesar que le dio el Premio Lenin, pues daba su apoyo a los disidentes soviéticos, al punto que murió leyendo espeluznado “Archipiélago Gulag” de Aleksander Solzhenitsyn en aquel hospital (allí le dio un mensaje final a la esposa de su hijo Rodrigo, cuyo nombre no recuerdo, que dejaran la guerrilla).  Sé que la muerte de Allende había demostrado que la vía democrática no servía para instaurar la democracia al tener a Pinochet en Chile, según justificaban los insurgentes de la época.

Seguí el consejo de mi amigo Oswaldo Mazariegos, que era médico de cabecera del Nobel y que a veces alegraba con otros chapines la vida de Asturias hasta que enfermó y lo operaron. Me recomendó llegar antes de las ocho de la mañana sin previo aviso. Bajé del metro en la estación Argentine y me dirigí a la calle Saint Ferdinand número 21. Al preguntar, el conserje me dio el número de apartamento y subí. Al tocar, oí el teclear de una máquina de escribir en el corredor. ¿Lo voy a interrumpir?, qué pena”, pensé. Toqué la puerta… y sin pasar un minuto preguntó en español:

¿Quién es?

Un guatemalteco… escritor en ciernes.

Abrió de inmediato la puerta con un “¡Adelante!, pase usted, siéntese”. Su sonrisa carecía de brillo por haber sido operado hacía poco. Blanquita apareció risueña para ofrecerme té o café. “A un guatemalteco, Blanca, no se le ofrece nunca té… el té allá es para los enfermos”, dijo. Su bata mostraba que él al levantarse de la cama se iba directo a escribir. Aún no se había afeitado. Luego me dijo cuán poco abrigado estaba y comentó: “Lo que pasa es que usted aún trae el calor del trópico, por eso no siente tanto frío”.  Le hablé de manera sucinta de mis actividades literarias, de mi seudónimo -Fernando Gonaz- y nos trabamos en hablar de política y de algunos escritores que nos caían bien o mal. A mi lado pendía un perfil del novelista pintado por Guayasamín “Para Miguel Ángel Asturias, poeta de América”. Las libreras estaban llenas de libros por todos lados, incluso en el corredor, donde colgaban imágenes y telas mayas, en su escritorio clásico contiguo a la sala-comedor del sobrio y pequeño apartamento de buen gusto francés, como a Blanquita le gustaba.

Ella, como vibrando, fue a la cocina, mientras le pregunté sobre el ex presidente Julio César Méndez Montenegro, y alzando su voz de bronce me dijo que él le había asegurado que mantendría una política pacifista. Se carteaba a veces con Guillermo Toriello y ambos habían lamentado la muerte de Árbenz… Luego le conté mis problemas para conseguir un apartamento  y me indicó cómo conseguir uno económico en la Cité Universitaire y hablaría al director de la Maison Franco-Britannique. Luego que bebí café con cierta rapidez para no ser tan inoportuno me despedí de los dos y me pidieron que volviera pronto. Así que llegué con Roberto Asturias, joven pianista al que le daban trato de ´sobrino´.

El jueves siguiente telefoneé al escritor y de nuevo lo visité. Estaba lozano y muy elegante con traje y corbata. Le mostré el borrador de una novela y poesía para que le diera una ojeada y se le alegraron los ojos al sopesar el peso de las hojas escritas como si fueran semillas para una buena historia. Estaba mucho mejor y, así platicando, la mañana se nos fue yo escuchando al poeta sus lecturas y anécdotas con su voz de bronce.

– Vea, la literatura es un trabajo de cada día.

Y me relató cómo Paul Valery se levantaba de madrugada y escribía dos horas diarias antes de salir a su trabajo, sin descuidar sus ejercicios poéticos… Enfatizó que yo debería leer a Quevedo, a Flaubert, a Huidobro e insistió en que finalizara la novela En los sueños no todo es reposo. Él estaba a la mitad de su nueva novela Dos veces bastardo, un personaje de su generación que dos veces traicionó a la revolución. Tal vez me equivoque, pero parecía que hablaba de Méndez Montenegro o de algún personaje conocido. Le pregunté sobre el lío cuando fue jurado de un premio y, por eso, no se le concedió a García Márquez el premio por Cien años de Soledad. Me dijo que  un jurado francés mostró páginas de Balzac muy parecidas a las del libro presentado por el ahora famoso colombiano. Ese incidente lo contó a un periodista, quien armó así el escándalo, aunque García Márquez luego reconoció que era cierto. Le conté de mis clases y se alegró mucho pues un escritor debe conocer la historia y la sociología de la tierra donde nació. “Un escritor debe estudiar su sociedad hasta las más  hondas raíces para saber cómo plasmar esa realidad en sus escritos, máxime si se trata de escribir una novela”. Le alegraba la rebeldía de los jóvenes escritores y, de paso, echó flores a la revista Alero.

–           Eso de musas es un artificio negativo. El trabajo es determinante. Hay que leer y escribir constantemente. Vea el ejemplo que da Valery…

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