Kafka frente al muro

Luis Aceituno     julio 19, 2024

Última actualización: julio 18, 2024 7:06 pm
Luis Aceituno

El 21 de agosto de 1911, un lunes, desapareció del Museo del Louvre en París una de las piezas que han convertido a este recinto en un lugar emblemático: la Mona Lisa o la Gioconda, como la llaman los franceses.

La noticia del robo del cuadro fue una de las primeras coberturas periodísticas que conmocionaron al mundo, tanto como el hundimiento del Titanic, el estallido de la Primera Guerra Mundial o la Revolución rusa, y provocó un curioso fenómeno de masas nunca antes observado en la Ciudad Luz: miles de personas se congregaron durante días en el museo para observar el espacio vacío que había dejado la desaparición de la pintura de Leonardo da Vinci, una obra que hasta ese momento no había alcanzado la notoriedad que tiene en los tiempos actuales.

Entre toda esta avalancha de gente que llegaba a observar con un fervor casi religioso una pared desnuda, testimonio de una ausencia, se encontraban dos hombres jóvenes, uno de los cuales se convertiría con los años en una presencia definitiva en la literatura del siglo XX: Franz Kafka, acompañado de su amigo Max Brod.

Kafka y Brod se encontraban en París, luego de un viaje por Alemania e Italia que sería iniciático para ambos. En la ciudad se habían dedicado, sobre todo, a frecuentar salas de cine que les permitieron descubrir películas imposibles de ver en Praga. Hasta que llegaron al Louvre y se pasaron algunos días observando en silencio el vacío que había dejado en la pared la obra robada.

Mientras Kafka y Brod descubrían el abismo que dejaba la desaparición de varios siglos de tradición artística desde el Renacimiento, dos sujetos eran interrogados por la policía de París como supuestos responsables del hecho. Se trataba del pintor Pablo Ruiz Picasso y del poeta Guillaume Apollinaire, principales sospechosos del robo, a causa de llevar una vida disipada y bohemia y defender acaloradamente, en los cafés del Barrio latino, las radicales propuestas recogidas en el Manifiesto Futurista de Tomasso Marinetti, fundamental para el nacimiento de las vanguardias europeas. Este documento que abogaba por “el salto mortal, la bofetada y el puñetazo”, metafóricamente se sobreentiende, también recogía en uno de sus puntos la necesidad de la quema y destrucción de Museos y Academias, así como de las obras que habitaban en estos, con el fin de dejar paso al nuevo arte.

Si bien las sospechas nunca fueron fundamentadas, se intuía -hasta en las comisarías de la policía- que algo estaba ocurriendo en los subterráneos del arte, algo que estaba a punto de estallar, capaz de relacionar de manera accidental y azarosa al autor de La metamorfosis, al pintor de Las señoritas de Avignon, al poeta de Los caligramas y al revelador de una de las más importantes obras literarias del siglo XX.

La angustia del hombre ante al vacío de la existencia, es uno de los temas que atraviesa la obra de Franz Kafka, de La metamorfosis a El proceso, pasando por El castillo o escritos tan personales como sus Diarios. Es una angustia individual, la propia, pero que se vuelve común a medida que avanzan las transformaciones del siglo XX. Angustia ante un mundo que se desmorona, ante siglos de civilización que desaparecen como resultado de guerras de exterminio. Detrás de todo esto, el escritor intuye que hay un poder omnipresente y oscuro que asfixia y condena seres humanos que una mañana se despiertan convertidos en monstruosos insectos.

Pero hay algo que también se desprende de la anécdota del robo de la Mona Lisa, y es el absurdo vivido al extremo de la parodia y el ridículo. El hombre masificado está condenado a vivir una farsa, a quedarse extasiado frente a una pared vacía, porque la propaganda así lo decreta.

Uno se pregunta qué miraba Kafka en ese muro que había albergado la desparecida obra de Da Vinci, por qué lo intrigaba tanto la ausencia de la imagen, por qué sustituye todas esas películas que tanto le fascinaban por la contemplación de una pared desnuda y en blanco.

En el momento del robo de la Mona Lisa, Kafka solo era un joven agrimensor enredado en los laberintos de la burocracia. Lo poco que había escrito eran intentos fallidos, como para que pudieran sustentar su deseo de dedicarse por entero a la literatura. Lo más importante de su obra lo escribió en años posteriores y nunca quedó satisfecho del todo. Es posible que la visión de ese espacio desnudo en la pared frente al que miles de personas se congregaban como esperando una revelación (que la Gioconda reapareciera milagrosamente y todo volviera a la calma, supongo), le dio la impresión de un mundo que se acababa y que el oficio de escribir solo cobraba sentido en la medida que hacía posible reinventar la realidad, la literatura, la vida.

Como podemos intuir leyendo sus Diarios, cartas y otros escritos personales, reescribir el mundo era para Kafka una empresa terriblemente agotadora. Desde los años del robo de la Mona Lisa, el escritor sabía que no podría lograrlo. Pero lo intentó y con ello nos dio otra perspectiva de la condición humana, nos enseñó a qué podía parecerse el abismo al que nos acercábamos, esa ausencia de sentido y de referencias en la que hoy por hoy nos vemos inmersos. El absurdo y el ridículo, por otra parte, son los que ahora dominan el mundo.

Hace 100 años, en su lecho de muerte a causa de la tuberculosis, Kafka pidió a Max Brod que destruyera sus manuscritos. El mundo que se avecinaba lo asustaba demasiado y no quería saber nada de todo eso. Su amigo y albacea no cumplió su deseo. Amaba demasiado esa obra. O quizás no quiso dejarnos a todos frente a una pared desnuda, perplejos ante su ausencia.

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