La mayoría de alumnos desfilaban orgullosos, uniformados, entre fotografías y aplausos, desde la gasolinera de Morgan hacia el Estadio Pensativo, en pelotones organizados por orden de estatura. A la vanguardia iban los abanderados, los gastadores viriles y las batonistas coquetas, con botas blancas y minifalda, bailando al ritmo de la melodía del canto de pájaros de las liras agudas y flautas dulces. La banda de guerra del colegio exageraba el número de redoblantes y timbales que hacían temblar el corazón y los muros endebles de las ruinas.
Al momento de escuchar los discursos aburridos y pegajosos en la cancha engramillada, los débiles se desmayaban, exhaustos no aguantaban el sol, pero a las seis de la tarde, al momento de la bajada de la bandera, los últimos chubascos de la temporada los empapaban, encendiéndoles el espíritu porque se sentían felices.
Los maratonistas nos perdíamos esa experiencia porque vivíamos la gloriosa, la nuestra. Apenas terminaba el protocolo, nos dirigíamos a la Calle Ancha, detrás del palo de pimiento, donde estaba aguardando el profesor Godoy para conducirnos a la capital, a encender la antorcha en el fuego oficial que llevaríamos a cuestas desandando el camino. El microbús era viejo y amplio, donde podíamos estirar los brazos para quitarnos la camisa enyuquillada, la corbata, el saco azul marino, y vestir la playera blanca con el escudo del colegio a la altura del corazón, la pantaloneta futbolera y los zapatos tenis. Rezábamos en el camino para agarrar fuerzas, estar listos y correr sin rendición turnándonos la antorcha con el fuego patrio por la carretera, durante cuatro o cinco horas.
—Ustedes son unos chambones —decía el profesor Godoy—, porque un corredor de verdad no tardaría más de dos horas.
Empezábamos la carrera como a las cuatro de la tarde, para llegar al parque central de Antigua entre ocho y nueve de la noche, cuando todo el mundo estaba esperando la entrada de las antorchas, escuchando tocar a la banda marcial un tiempo y a la marimba otro, media hora cada vez. Aparecían una tras otra, como los desfiles, llegando por cualquiera de los tres caminos. La más esperada era la antorcha de la Unión Centroamericana, que venía desde Costa Rica, en cuatro días, perdiendo tiempo con los trámites fronterizos del sellado del pasaporte.
La costumbre era llevar cada uno por un tiempo la antorcha, yendo al frente del pelotón, recibiendo palanganazos de agua y descansando ratos en el microbús. Pero al final, la llegada triunfal le tocaba al campeón maratonista, al mejor del colegio, al que llegaba primero en todas las competencias, para que fuera elogiado y aplaudido ante las muchachas testigo que se sentaban en las gradas y bancas de cemento gris, para juzgar la apariencia de los atletas.
Nuestro campeón era Salinas, un nicaragüense flaco, alto, de piel oscura como es norma en Bluefields, que arrasaba en todas las oportunidades, en las prácticas y competencias, y quien había ganado honrosamente la media maratón de Cobán. Yo era el que lo seguía de cerca, porque me le pegaba e iba copiándole el paso, si el respiraba yo respiraba, si daba una zancada yo lo imitaba, él cruzaba la meta y un brazo atrás iba yo. A los demás había que esperarlos al menos medio minuto para aplaudir su entrada. Él oro, yo plata.
—No hagan caso a las palabras de los curas, que dicen siempre al momento de la premiación que lo importante es competir, porque en la vida real se trata de ganar y sólo existe el oro. La plata es triste y el bronce lamentable, pero el máximo perdedor es el cuarto y los demás ni existen.
A mí me llamaba aparte y me exigía, porque me faltaba coraje, no comprendía por qué me dejaba ganar por Salinas, y yo explicaba que tenía la ventaja de la estatura. El nicaragüense era alto, de zancadas enormes, un maratonista natural.
La presión de Godoy aumentó con el tiempo, me atormentaba en las prácticas diarias con que tenía que vencer a Salinas, por mi honra. A medio día salía a correr, escalaba el Cerro de la Cruz por la carretera polvosa, daba la vuelta por San Felipe y regresaba por Jocotenango midiendo el tiempo, lo anotaba en el cuaderno de prácticas y me daba un regaderazo antes de acudir a las clases de la segunda jornada. El tercero en llegar a la meta era Pedro, un boxeador salvadoreño a quien le encantaba romper quijadas, era bueno corriendo, pero no nos alcanzaba.
—El único antigüeño y no pasa de la medalla de plata. ¡Qué vergüenza! Si este año le gana a Salinas, le garantizo que también entrará la antorcha el 15 de septiembre.
Me esforcé esos días más que nunca, corría temprano y los sábados hacía largos trechos, pero mi tiempo nunca era tan bueno como cuando iba detrás de Salinas.
La competencia de julio, durante la feria de la ciudad, sería la fecha clave, yo tenía que llegar primero. Me lo exigió delante del mismo Salinas sin ofender, en un paseo previo que hicimos al lago de Atitlán, cuando no se trataba de correr sino de pasear, de distraernos. En realidad, volvíamos de Huehuetenango, de cumplir una práctica de acción social y, de vuelta, nos preguntó si nos gustaría desviarnos para tocar el agua helada del lago, rompiendo la regla del colegio de no variar nunca el plan trazado. Todos aplaudimos la transgresión y la playa nos resultó perfecta, nos enamoramos de las mujeres rubias y de las japonesas con las que nos cruzamos por la calle de Santander. Y cuando ya se anunciaba el crepúsculo, reanudamos el camino.
—Este vehículo no está afinado —dijo Godoy—, hemos ido perdiendo fuerza y, llegando al nacimiento del rio San Juan, creí que no lograríamos subir la cuesta, pero esta carretera es mucho más empinada. Así que van a aprender a correr, porque todo depende del impulso inicial.
A partir del hotel Casa Contenta agarró aviada, aceleró y empezó a subir la cuesta de curvas como serpiente, y el motor a corcovear frente a las cataratas, y en el gancho más agudo ya no pudo más. Godoy frenó y respiró profundo.
—¿Nos bajamos a empujar?
—¡No!
Retrocedimos a toda velocidad, moviendo Godoy el timón con gran destreza, porque había competido de joven en carros modificados, y aunque nos estaba poniendo en riesgo, creyó que su deber era enseñarnos a creer en nosotros mismos.
Regresamos a Panajachel en silencio, giró en la gasolinera y esta vez buscó un punto más alejado para disponer de hasta medio kilómetro de pista para agarrar fuerza. La lógica decía que sería más fácil bajarnos y empujar en donde hiciera falta, sin peso y con un empujón es posible mover el mundo, pero él no hubiera aceptado, era orgulloso y no quería perder el respeto, así que nos agarramos de donde pudimos cuando el microbús aceleró con el profesor sudando a pesar del clima frío, y volamos por la carretera. Tomamos la cuesta con ganas, pasamos de largo frente a las cataratas y ante el gancho más empinado el motor flaqueó pero Godoy no se rindió, apretó el acelerador y con un giro atrevido lo logró. Llegamos a la torre de Sololá aplaudiendo y admirando al conductor, que entonces habló:
—Así se le gana a Salinas.
El correcaminos nicaragüense no se sintió aludido, al contrario, porque no tenía pensado ceder la medalla de oro.
Una semana antes de la carrera, llamaron a Salinas para acudir pronto a la dirección, tenían que darle una mala noticia. Ya no regresó. Desde las ventanas que daban a las canchas de básquet, lo vimos subirse al auto con el equipaje y marcharse de vuelta a la tierra de los Somoza, y no dijo ni adiós.
Era un tipo amable y algo tartamudo, que se peinaba con grasa y vivía diciendo a todos que era pobre.
—Ahora el oro caerá en nuestras manos —dijo Godoy, más panzón de lo normal, platicador incansable, activo y nacionalista.
Fue muy cuidadoso con los detalles, me aseguró las correas de los zapatos bien ajustadas, con doble nudo, y me animó porque Salinas me había dejado el trono.
La carrera inició y fui por delante, como en la cuesta de Atitlán, hasta que me sentí confundido cuando me alcanzó Pedro, el salvadoreño, y seguimos juntos, pero apenas pudo, me ganó la delantera. Entonces recordé mi método con Salinas, lo seguí atrás a un paso, imitando cada esfuerzo suyo, y ganamos, pero yo continué con la plata. Por eso, el día de la Independencia Godoy iba tan molesto conmigo, porque a mí me tocaría esa noche entrar la antorcha, porque el salvadoreño no quiso participar, quizá por solidaridad, y mi entrenador despedía veneno por los ojos y se resistía a continuar con la costumbre.
A eso de las nueve de la noche, entramos por el Puente del Matasano llevando la antorcha, que en varios momentos me quisieron arrebatar, pero no solté, porque esa vez sería yo el primero. Llegamos al Parque Central desbordante de gente, yo con la antorcha de oro, pero todos estaban atentos mirando hacia la cima del Volcán de Fuego, que lanzaba llamas en violenta erupción repentina. No hubo aplausos ni llamé la atención. Otra antorcha más.
Entregué a Godoy el símbolo de la victoria apagada, para guardarla hasta el año siguiente y, sin darme la cara, dijo como pensando en sí mismo:
—Lamentable destino el segundo lugar.
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